Se pongan algunos como se pongan, no tiene nada de interesante conocer los detalles o las razones por las que uno, en este caso yo, llega a ciertos libros o el modo en qué afronta ciertas lecturas. Otra cosa es que sean parrafitos ideales a la hora de perpetrar una reseña, básicamente porque sirven para dejarlo todo perdido de contenido sin la necesidad de afrontar lo verdaderamente importante. No olvidemos que uno llega a estas páginas buscando información sobre el libro, no sobre nuestras miserias. Dicho lo cual, si voy a contarles hoy cómo llegué a Los vivos y los muertos es fundamentalmente porque la cosa está plagada de prejuicios me he visto obligado a superar total para nada. Y cuando digo prejuicios, quiero decir Alpha Decay, quiero decir “yo no leo lo que editan estos señores”, no por nada, ojo, ocurre simplemente que la experiencia es un grado, pero fue una recomendación robada a una persona que me inspira una confianza total y ahí la balanza ya no tuvo nada que hacer; cayó por su propio peso. Eso y que había sido finalista del Pulizter en 2001, algo que sin ser palabra de Dios es algo a tener muy en cuenta.
La parte bonita de esta historia es esa vuelta a los orígenes del blog, cuando leer Alpha Decay era tan bueno como leer cualquier otra cosa y no una apuesta demasiado arriesgada. La parte triste es que me equivoqué. Quiero decir que me equivoqué al seguir la recomendación, no al prejuzgar a los Alpha Decay que, una vez más, se llevan un Razzie para casa.
He aquí las razones de este mi desprecio de hoy (un desprecio un tanto exagerado, para qué nos vamos a engañar):
Partimos de la siguiente realidad: la novela carece de trama. Yo con esto no tengo casi ningún problema, pero hay quien sí. Ocurre que cuando no tienes trama lo tienes que hacer muy bien. Qué demonios: lo tienes que hacer rematadamente bien. Thomas Wolfe, por poner un ejemplo de una lectura reciente que lo deje todo en evidencia, prescinde de ella en El ángel que nos mira pero su relato es firme y su prosa es de las que ya no se estilan: hay un placer en la mera observación la misma. Por lo demás, dentro de la ausencia de trama, hay una evolución, lo cual quieras que no, es un ayuda, pero esta es una ventaja de la que también goza Los vivos en los muertos, donde los personajes, pese a no avanzar realmente en ninguna dirección, no dejan de moverse hacia ninguna parte y sin embargo el resultado deja, en comparación, mucho que desear.
La protagonista, o aquella que perfectamente podría pasar por protagonista toda vez que la novela está plagada de personajes secundarios que no siempre lo parecen, es probablemente lo mejor pero también lo peor aprovechado: un personaje intenso, seguro de sí mismo, lo bastante inteligente y con la suficiente mala leche para rivalizar y poner en evidencia a cualquiera que sus contrincantes, esto es, todos los demás, amigas incluidas (especialmente ellas). Idealista y sincera y a ratos extremadamente cruel, Alicia se gana con facilidad al lector, no así los demás personajes que van apareciendo por la obra sin orden ni concierto ni una razón que vaya más allá de reforzar la idea de que la distancia que separa los muertos de los vivos es una línea que no está siempre del todo clara («Alice quería estar fuera, en el mundo, pero sin formar parte de él»). Prueba de ello es Corbus, huérfana como sus otras dos amigas, que, incapaz de superar la pérdida, se abandona a una suerte de permanente duermevela donde lo mismo vive que muere que todo lo contario. O Carter, padre de la tercera en discordia, que noche tras noche es obligado a enfrentar al fantasma de su mujer fallecida, fantasma que insiste en huir con él a dónde sea que van los que son como ella, regalándonos diálogos que se cuentan entre lo más divertido de la novela y que junto con todas aquellos momentos (demasiados pocos momentos) en los que Alice hace de las suyas, pueden dar la idea equivocada de estar ante una obra magnífica. Y no.
—Alice —dijo Cárter—, ¿cuánto me cobrarías por matar a Ginger?
Era una petición desesperada y Alice se sintió halagada. Renunciaría a todos sus honorarios por el señor Vineyard, porque siempre se había mostrado de lo más encantador con ella. Pero Alice era realista; el asesinato, en este caso, quedaba descartado.
— ¿Quiere que yo mate a su mujer, señor Vineyard?
—Sería maravilloso.
—La verdad es que no sería capaz, señor Vineyard.
—Tienes el corazón de una anarquista. No me imagino a quién recurrir, si no.
—Pero sería espantoso, señor Vineyard. Si pudieras matar a un muerto, sería como matar a alguien realmente singular y especial, como el primer ejemplar de su especie o algo así.
—Ginger no es un unicornio, Alice.
—No sabría por dónde empezar, para serle sincera, señor Vineyard.
Yo sólo digo que si no ha ganado es Pulitzer será por algo. Ahí lo dejo.
Y es que al final la novela es esto y poco más. Y para llevarla a cabo Joy Williams nos somete a una tortura de 440 páginas cuando es harto evidente que la mitad hubieran sido más que suficientes. Y eso pesar de un intento tardío de incluir un tercer personaje, también, como el primero, inteligente, divertido, escéptico: una niña de ocho años venida a más que pone patas arriba, con su mera presencia, la vida de todo un hombre que cae rendido a sus encantos de niña prodigio. Pero es que al final la susodicha tampoco aporta gran cosa más allá de algunos buenos párrafos por lo que supongo que habría que felicitar al traductor:
«Stumpp sonrió y sacudió la cabeza de puro contento. Estaba encantado con Emily Bliss Pickless. Astuta elfina que canta y baila para sí misma. Aunque no del todo. Que siempre encuentra sin buscar jamás... pero eso era poesía barata y sentimentaloide. Pickless era mucho más que eso, sus mimbres eran más recios. La chiquilla escondía profundidades sin sondar; se apostaría sus bonos en ello. Escribía un pequeño diario, no la típica cosilla infantil con un candadito y una llavecilla, sino un fajo de papeles en una caja con una tapa atornillada que se abría con dos destornilladores distintos. Era una niña adorable».
Tengo la impresión (lo cierto es que tengo algo más que la impresión) de que esta novela se pierde en un exceso de personajes y situaciones que unas veces por repetitivas y otras veces por inofensivas tienden a marear la perdiz de tal forma que aquello que le da título y que debería ser el tema termina siendo poco menos que una anécdota curiosa.
Y esta, amiguitos, es la historia de cómo, una vez más, servidor de ustedes renuncia a leer cualquier cosa que salga de los iMacs de Alpha Decay, Joy Williams incluida.