La protagonista de la novela que hoy nos ocupa se llama Anne, como la propia Ernaux. Ignoro si la historia que cuenta es ficción o una historia real. Supongo que todo al mismo tiempo, pero la verdad es que de puro universal, da un poco igual. Anne tiene quince años: la edad más difícil inventada por el hombre porque a los quince uno siente y espera ser tratado como si tuviera dieciséis, frente a la obtusa opinión de tu santa madre que vive empecinada en los catorce, quizá porque sabe que de aquí en adelante ya solo finales y derrotas.
Pero estoy divagando y quería ser breve. Parece que la novela trata sobre demasiadas cosas pero lo que ocurre simplemente es que toca demasiados palos. La perdida, ya sea sexual, ya de otro tipo, es, en rigor, la gran protagonista. Ocurre que ocurre cuando ocurre, esto es, a los quince, que es cuando todo termina y empieza a la vez; cuando tu universo se desmorona, etcétera. Tus padres pasan de ser tus padres para ser historia; tus amigos tienen sus propios y tus mismos problemas y llega el momento de abrirse a la política como una flor (o no) y cambiar cromos por slogans (o no) y frases hechas (siempre). Y es en ese instante, en ese preciso instante, durante ese aturdimiento general, que surgen las nuevas relaciones y urge afrontar la sexualidad que, aunque no es igual para unos que para otros, tiene lugar en el mismo espacio y en el mismo momento y lidia tú con las carencias afectivas, informativas o intelectuales de otros. No saber relacionarte es una discapacidad. Arréglalo o date al onanismo pero juegues con otros, mamón.
Anne, como buena adolescente, se abre al nuevo mundo que surge de las cenizas del anterior: un mundo luminoso a la vez que oscuro, incierto en ocasiones y demoledor siempre. Anne descubre por la malas que los hombres son monstruos de tres piernas que piensan poco y mal porque aquello hierve y parece que solo se alivie con baños de vírgenes.
Anne aprende a reconocer todo esto por las malas. Me refiero a todo: la vida, el sexo, los monstruos. Esta no-novela habla ese lugar común que marca a sangre y fuego.
«Lo más horrible era haber creído ver un atisbo de libertad con ellos, decían es malsano ser virgen, y hay que destruir la sociedad; vi la libertad un día soleado, en la cama, un día como este; menuda libertad de chichinabo. Ellos también tenían unas normas y yo no las conocía. Lloraba a moco tendido en mi bici. Era realmente duro verme fuera de un código que ni siquiera había imaginado. Era imposible que le sucedieran cosas semejantes a un chico, chicas que se ensañaran con él, que lo humillasen hasta volverlo loco. Me dio por pensar que me había saltado algo, unas reglas, no las de los padres ni las de la escuela, sino esas que estipulaban qué tenía que hacer con mi cuerpo. Deberían facilitarse las normas de lo que está prohibido y lo que no, luego cada cual elegiría y sabría a qué atenerse si escogía lo prohibido. Sobre todo cuando se es hija única. Cómo suponer que los chicos piensan y sienten distinto que yo. Todos me daban asco, me veía metiendo las manos en la taza amarillenta del váter para limpiarme el vaquero, los veía a todos chorreando esa cosa, y los coches avanzaban por la carretera nacional, algunos tocándome el claxon cuando me adelantaban, los muy cerdos».