sábado, 31 de agosto de 2013

Un vistazo a la rentrée 2013

El otro día alguien me veía entusiasmado con la rentrée de este año y no, qué va, para nada. Lo que pasa es que no se consuela el que no quiere y después de este verano tan aburrido (y aquella primavera tan floja) cualquier novedad es bienvenida. Lo cierto es que hasta hace dos días no había pensado mucho en la cuestión –aquello quedaba tan lejos— pero arranca septiembre y hay que empezar a decidir en qué nos gastamos el dinero, en qué se lo hacemos gastar a papa estado y en qué no vamos a perder ni medio minuto. 

El dinero no me lo quiero gastar en nada, y menos en libros, que al final sólo sirven para coger polvo, pero si tuviera que hacerlo desde luego no sería en la biografía de Salinger que Seix Barral sacará dentro de nada y que parece nada más que un vehículo de promoción de las nuevas novelas del escritor que, dicen, podrían ver la luz en 2015. Y hablando de biografías, tampoco parece especialmente interesante la de David Foster Wallace (Debate) que también será convenientemente resucitado el 5 de septiembre con “El cuerpo y lo otro” (Mondadori), la que suponemos será su última colección de ensayos, por lo menos hasta que alguien limpie algún cajón y dé con material para otros doce volúmenes.

Una compra segura de noviembre será el resultado de la nueva traducción de “Los hermanos Karamazov” de Dostoievski que está llevando a cabo Alba Editorial. Conociendo a Alba y al ruso es de suponer que la broma saldrá por un buen pico, pero esto es mucho más que una vulgar tentación y tampoco hay que pensárselo mucho.

Mientras escribo este post recibo una par avances editoriales. El primero es de Eterna Cadencia que dice que edita, entre otros, “El traductor” (“relato de un genio casi desapercibido”) de Salvador Benesdra y “Padre contra madre” del también genial escritor brasileño Machado de Assis. Todo lo editado por estas pequeñas editoriales es absolutamente genial, no reconocido en su momento o bien algo que tiene que ver con la estrechez de miras de unos y el ojo extremadamente atento de otros. Todo es siempre lo nunca visto y luego resulta que la mitad es reedición. El otro avance es de, Automática editorial, que arranca su segundo año de vida con más rusos (les gustan mucho los rusos a esta gente), en este caso con Yura Buida y “El tren cero”, una novela que no tiene mala pinta sobre un misterioso tren y la gente que vigila su paso por un páramo desolado y que incluye párrafos tan espantosos como este: “El coronel se cuadró para saludar al tácito convoy, y mientras este se alejaba raudo hacia la noche, las lágrimas recorrían sus tersas mejillas, dos veces afeitadas”. Habrá más de Gorki (empezaron reeditando sus memorias) y, oh sorpresa, “Las enseñanzas de Don B”, del gran Donald Barthelme, libro que, desde ya, algunos esperamos con ilusión.

Ahorrar, lo que se dice ahorrar no he ahorrado, pero lo que sí he hecho (llevo en ello dos días) es pedir por esta boquita, a mi biblioteca habitual, lo siguiente: De Seix Barral, “Ha vuelto” de Timur Vermes, una novela que resucita a Hitler para reírse de él (una actitud que recuerda mucho a la de Román Piña en “El general y la musa” (Sloper), donde éste “repescaba” a Franco y lo ponía a tocar jazz en Mallorca o no sé qué fumada). También he pedido “La habituación oscura” de Isaac Rosa, claro que después del anterior no sé yo. Esta es un poco más o menos la misma infundada sospecha que tengo con Torné, que repite en Mondadori con “Divorcio en el aire”. Más de Mondadori: a corto plazo, “La infancia de Jesús” de Coetzee del que ya ha leído opiniones lo bastante contradictorias como para sentir de curiosidad y a largo plazo (nos metemos en noviembre) lo nuevo de McCarthy (“El consejero”), Dave Eggers (“Un holograma para el rey”), Dennis Johnson (“Hijo de Jesús”) y los polémicos Jeremías Gamboa con “Contarlo todo”, la novela que dicen que Vargas Llosa leyó del tirón, de puro interesante, sentado junto al buzón al que le llegó y Daniel Gascón, el eternamente hijo disimulado de Antón Castro, al que persigue la cruz de pésimo narrador, un sambenito que todavía no he podido verificar y que publica “Entresuelo”. En cualquier caso nos alegramos por él y ese salto a las ligas mayores, aunque sea Mondadori, esperando que así no sea tan difícil llegar a sus libros. 

Otra que da un salto (aunque éste lo suponemos al vacío) es Ainhoa Rebolledo, conocida en este blog como la mujer que escribió la peor novela de 2013 (con permiso de Fresy Cool): “Antropología de la noche madrileña” (sigueleyendo), una aventura en la que veíamos a la joven Ainhoa sentar la cabeza tras los excesos propios de la edad. (Reseña aquí). Pues bien, ahora, un año después, la muchacha sigue el ejemplo de los osos perezosos y se sienta a tricotar. El resultado es “Tricot”: “Unas chicas desencantadas se reúnen para aprender a tricotar y así calmar su angustia. Sin comerlo ni beberlo terminan fundando en Barcelona un club de tertulia literaria y calceta creativa: las Tejedoras del Metal. Sin embargo, en un ajuste de cuentas, Leopoldina Roble, Crisis Carballo y Elena Rebollo deciden fundar La Liga de las Mujeres Extraordinarias con el único y ambicioso plan de sobrevivir con elegancia. Tricot es la historia de un fracaso.” (Esto último ha sonado a premonición). Lo editan unos valientes, Principal de los libros, que por alguna razón creen que ganar dinero con esto (jajaja) no equivale a perder la dignidad.

Cambiando de tema. No he visto nada especialmente interesante en Caballo de Troya. Quizá “La visita” de un tal José González, un libro que según la contraportada (que parece escrita por el mismísimo Paulo Coelho) servirá para darnos cuenta de que aquello que nos define está en las pequeñas cosas. En fin. Me agarro a un clavo ardiendo pero es que el chaval es de Lugo y la tierra tira. También de Lugo (¿qué coño pasa en Lugo?) es Manuel Darriba, que con “El bosque es grande y profundo” reescribe Hansel y Gretel en clave de relato de supervivencia y apocalipsis. Cosas del efecto Carrasco, supongo.

Siguiendo con el apocalipsis (vean con qué elegancia voy encadenando temas) Alpha Decay ya tiene preparada para el 14 de octubre la vuelta de Blake Butler, el autor de Nada, con una “sorprendente novela en forma de relatos” (que es una cosa que aquí no hemos visto nunca) llamada “El atlas de la ceniza” donde unos pocos sobreviven al fin del mundo y tal. Pero la gran estrella de la temporada es la co-publicación con Pálido Fuego (quien parece guardar en celoso secreto sus novedades) en noviembre de “La casa de hojas” de Danielewski, un libro que pide a gritos una versión en 3D.

Lumen publica mucho (he contado 16 libros de aquí a noviembre) pero me quedo, de todo, con “Butcher´s Crossing” de John Williams, el autor de “Stoner” o “Por si se va la luz” de la desconocida joven Lara Moreno, uno de esos fichajes que mantiene viva la esperanza entre la juventud y fomentan la escritura. Maldita seas, Lara Moreno. Pediré también, por vicio, aunque con la boca pequeña, lo nuevo de Jorge Edwards, “El descubrimiento de la pintura” y la segunda parte de la trilogía napolitana de la misteriosa Elena Ferrante, si acaso algún día me decido a terminar el primero. 

Por ir cerrando temas, de Anagrama sólo hay tres cosas que, de momento, me llaman la atención: “Librerías” es el ensayo finalista del Herralde en el que Jorge Carrión “crea una posible cronología del desarrollo de las librerías y su representación artística”, signifique eso lo que signifique; “Canadá” de Richard Ford (sobre el que publicó Babelia un extenso artículo el pasado fin de semana) y “El camino de Ida” de Ricardo Piglia. Alfaguara cuenta con “El héroe discreto” de Mario Vargas Llosa, que ya le dará para hacer el agosto y “Las reputaciones” de Juan Gabriel Vásquez, que apunto únicamente por no dejar desangelada esta parte del párrafo. Sobre cualquiera de estas dos editoriales encontrarán más información en cualquier parte. 

No como Sexto Piso, que quitando alguna mención pasa un poco desapercibida. La he dejado para el final por la siguiente razón: es la que publica el libro que, con diferencia, más me apetece leer. Seguramente sea, junto con “Butcher´s Crossing” de John Williams (Lumen, octubre) o “Sermón sobre la caída de Roma” de Jerome Ferrari (Mondadori, septiembre), lo único por lo que siento sincero interés, diría que hasta inquietud, diría que hasta un asomo tolerable de locura. Todo lo demás… bah, todo lo demás, todo eso de Anagrama, Debate o Alpha Decay, todo eso es puro entretenimiento de una tarde con ganas de escribir algo para el blog. Súmenle a esto una reedición de “Memorias del subsuelo” de Dostoievski en su sección de Ilustrados con unos magníficos dibujos de Jorge González y no le pidan más a la vida. Termino la sección Sexto Piso con un par de apuntes más: “Frankenstein” de Mary Shelley (también ilustrado); algo de David Grossman que tiene que ver con abrazos, o una novela donde las minúsculas parecen tener bastante importancia llamada “Del color de la leche” de una tal Nell Leyshon. En el apartado Realidades —del que me he declarado fan en numerosas ocasiones— Thomas Frank, que dicen uno de los mejores escritores de izquierdas de EEUU y es autor de la apetecible “La conquista de lo cool” (Alpha Decay, 2011), publica “Pobres magnates” donde seguramente se ponga a parir a alguien. Harry Browne hace lo propio con “Bono, el hombre del poder” un libro que viene a acabar con la imagen que el mundo tienen del Bono bueno, una propuesta absolutamente genial para leer un sábado por la tarde con “The Joshua Tree” de fondo.

* * * * * * * * 

Fin del resumen. Sé que me dejo un montón de libros y, lo que es peor, un montón de pequeñas (y grandes) editoriales como pueden ser Salamandra, Gadir, Errata Naturae, Blackie Books, Acantilado, Alfabia, Impedimenta, Navona, Nevsky, Nórdica, Rayo Verde, RBA, Salto de página, Lengua de trapo y un largo y aburrido etcétera, pero desde este rincón del mundo y únicamente con Google como herramienta de trabajo (y enganchado como estoy a la última temporada de Breaking Bad), servidor no puede, ni quiere, hacer mucho más. Si algún día recopilo suficiente información prometo repetir la experiencia. Hasta entonces, sean felices y no se lo gasten todo en libros.


(¿Continuará?)


martes, 27 de agosto de 2013

“Samuel Johnson está indignado” de Lydia Davis

Dos cosas: Una buena y Otra mala. Primero la mala.

LA MALA

De todo, lo peor, los microrrelatos. Será defecto del animal pero no puedo con ellos; no dejo de verlos como chistes para intelectuales y a mí estas cosas ni me explotan en la cabeza ni me dan que pensar más de doce segundos. Los microrrelatos de Lydia Davis son absurdos unas veces (Cierto saber de Herodoto: Ésta es la realidad sobre los peces del Nilo:), estúpidos otros (Aquí estamos las dos sentadas, mi digestión y yo. Yo estoy leyendo un libro y ella está ocupada con el almuerzo que me he comido hace un rato), juguetones (Recordad que no sois más que polvo. Trataré de tenerlo en mente) o enigmáticos (Samuel Johnson está indignado por los pocos árboles que hay en Escocia) Y así como seis o siete más tipo esto: “Me gusta trabajar cerca del bebé, aquí en mi escritorio, a la luz del flexo, mientras el bebé duerme. Como si volviera a ser joven y pobre, iba a decir. Pero es que lo sigo siendo.

Bueno, en fin, para fans. Desde luego no seré yo quien los recomiende. De todos modos, como en todo en esta vida, también aquí hay alguna excepción (“En un momento dado de su vida se da cuenta de que, más que querer tener un hijo, lo que no quiere es no tener un hijo, o no haber tenido un hijo.”) o aquella nota absurda y por alguna razón tan divertida. 

Asesinato en Bohemia
En la ciudad de Frydlant, en Bohemia, donde todos ya de por sí son pálidos como fantasmas y van con ropa oscura de invierno, una anciana, incapaz de seguir soportando el inevitable desplome de su existencia hacia la miseria y la ignominia, se volvió loca y mató a su marido, a su hija y a sus dos hijos por compasión, a los vecinos de al lado y a los de enfrente por rabia, pues habían despreciado a su familia, al tendero, a quien había tenido que suplicar que le fiara, por venganza, y también al prestamista y a dos usureros, y luego a un conductor de tranvía al que no conocía de nada y, por último —tras entrar como una exhalación en el ayuntamiento empuñando un cuchillo enorme—, al joven alcalde y a uno de sus concejales, que andaban dándole vueltas a una enmienda.

Porque otra cosa igual no, pero divertida Lydia Davis es un rato largo.



LA BUENA

Pues sin ser un fanático del relato corto tengo que recocer, con cierta vergüenza y dolor de corazón, que me gusta Lydia Davis más de lo que me disgusta. Me gusta como cuenta los cuentos, es decir, me gusta leerla por el placer de leerla, me gusta seguir esos relatos que algunas veces parecen no decir nada ni ir a ninguna parte; me gusta que me haga reír, aunque sea en los puntos y aparte y me gusta que me sorprenda con los finales. Y me gusta esa capacidad de humanizar algo, lo que sea, en tan poco espacio. 

Está feo generalizar y además no quiero liarme. Tenía en mente una reseña pequeña como un colibrí y por mis gónadas que, quitando las citas, lo será.

Lydia Davis me ganó en un relato (“Nuestro viaje”) que parece una estupidez. La narradora le cuenta a su madre una versión adaptada de lo que fue un vulgar trayecto en coche (“No siempre se le puede decir la verdad a todo el mundo y, por supuesto, lo que no se puede es contarle a nadie toda la verdad, porque se tardaría mucho.”) El lector, en cambio, conocerá todos los detalles; ya saben: la importancia está en los detalles. En el relato no se dice nada especial, más bien todo lo contrario: una aburrida pareja y su aburrido hijo hacen un aburrido viaje en coche y hablan de esto, lo otro y lo de más allá, y unas veces discuten y otras veces no. Lo cierto es que el relato, con todo lo ameno que es, acabaría en tontada de no ser por el final, ese momento en el que te explota en la cara y sin necesidad de matar a nadie, lo hace digno de ser leído un par de veces más.

Cuando estábamos a veinte minutos de casa, Júnior quiso que parásemos en un Holiday Inn a pasar la noche y no entendió por qué dijimos que no. Y fue más o menos entonces cuando me di cuenta de que, como familia, mantenemos una especie de lealtad entre nosotros según la cual dos no pueden enfadarse con un tercero al mismo tiempo, salvo en contadas ocasiones, como en el caso de las toallitas refrescantes.

Lo admito: con este cuento me enamoró Lydia Davis y ya sabemos que un hombre enamorado sólo tiene ojos para el objeto amado y que a partir de aquí, se puede ser cualquier cosa (gilipollas, fundamentalmente) menos imparcial. (Excepción únicamente aplicable y aplicada a sus micros y alguna que otra cosa mayor). De hecho, si he elegido entre todos este pequeño relato es porque refleja bastante bien lo que uno se puede encontrar leyendo a Lydia Davis. ALGO de lo que se puede encontrar.

Hay una cosa que está clara: el punto fuerte de Lydia Davis es la familia, ya que es de ésta de dónde saca el mejor material y es tratando estos asuntos tan aparentemente superficiales cuando sus relatos brillan más. Mujeres desencantadas (1), observadoras y siempre tan dolorosamente sinceras (2) que por momentos parecen personajes sacados de un cuento de Askildsen (3). Mujeres divertidas como sólo pueden serlo las mujeres crueles.


Egoísta
Lo bueno que tiene ser egoísta es que cuando tus hijos se hacen daño tampoco te importa mucho porque a ti personalmente no te ha pasado nada. Pero si sólo eres un poco egoísta no sirve. Tienes que ser muy egoísta. La cosa funciona así: si sólo eres un poco egoísta, te preocupas un poco por ellos, les prestas un poco de atención, los llevas casi siempre bien vestidos, les cortas el pelo con relativa frecuencia, aunque no les compras todo lo que necesitan para el colegio, o por lo menos no cuando lo necesitan; te lo pasas bien con ellos, te ríes con sus chistes, aunque cuando se portan mal tienes poca paciencia con ellos, porque te molestan cuando tienes cosas que hacer, y cuando se portan muy mal te enfadas mucho; tienes una idea aproximada de cuáles son sus necesidades, sabes más o menos lo que hacen con sus amigos, les haces preguntas, aunque tampoco muchas, y siempre hasta cierto punto, porque no tienes tiempo; entonces surgen los problemas, pero tú ni te enteras porque estás muy ocupada: les da por robar, y te preguntas cómo habrá venido eso a parar a casa; te enseñan lo que roban y cuando les preguntas te mienten; cuando te mienten siempre los crees, porque parecen muy sinceros y porque además tardarías mucho en averiguar la verdad. En fin, que esto es lo que suele ocurrir si has sido egoísta; y si no has sido lo bastante egoísta, luego, cuando estén metidos en líos, sufrirás, aunque mientras sufras seguirás, por pura costumbre, siendo egoísta y dirás: Estoy destrozada. Mi vida ya no tiene sentido. ¿Cómo voy a seguir adelante? De manera que, puestos a ser egoístas, más te vale ser más egoísta que eso, tan egoísta que por mucho que lamentes que se hayan metido en líos, por mucho que lo lamentes sincera y profundamente, tal y como les dirás a tus amigos y conocidos y al resto de la familia, en tu fuero interno te sentirás aliviada, feliz, encantada incluso, de que no te esté pasando a ti.





(1)[…] llega un momento, en la mitad de la vida, en que por fin eres lo bastante inteligente para darte cuenta de que todo es insignificante, de que ni siquiera el éxito significa nada. Sin embargo, para empezar, ¿cómo aprende una persona a verse a sí misma como si no fuera nada después de todo lo que le ha costado aprender a verse como si fuera algo? Vaya lío. Te pasas la primera mitad de la vida aprendiendo que, después de todo, eres algo, y ahora tienes que pasarte la segunda mitad aprendiendo a verte como si no fueras nada. Has sido una nada negativa y ahora lo que tienes que ser es una nada positiva.

(2)Algunas de las cosas que hago por el viejo diccionario, aunque no todas, podría hacerlas por mi hijo. Al diccionario, por ejemplo, lo manejo despacio, con parsimonia, con delicadeza. Tengo en cuenta la edad que tiene. Lo trato con respeto. Me paro a pensar antes de usarlo. Soy consciente de sus limitaciones. No lo animo a hacer nada más allá de sus posibilidades (por ejemplo, a quedarse abierto del todo sobre la mesa). Y la mayor parte del tiempo lo dejo tranquilo.”

(3)Esa misma noche, antes de acostarse, mi padre me dijo: —Es sintomático del estado en que me encuentro: eres mi hija y estoy orgulloso de ti, pero no tengo nada que decirte.”


jueves, 22 de agosto de 2013

RESEÑA de “Hijos apócrifos” de Víctor Balcells Matas

[Conviene recordar que] este es libro que taché de infumable al llegar a la página 212, la misma en la que juré abandonarlo, juramento que más tarde, durante un arrebato, incumplí. El post anterior es el resultado de aquello. Lo cierto es que estoy harto de hablar de este libro por lo que esta reseña debería ser anormalmente breve. (La palabra clave es debería.)

He aquí la causa de mi indignación: uno suponía, y no lo suponía porque sí, que esto (siendo esto el dichoso libro) abordaba, con humor, las relaciones paterno-filiales. Más tarde, en una entrevista que le hicieron a Víctor en La Vanguardia, me enteré de que el verdadero tema del libro era “la imposibilidad de estar muy cerca de las personas que nos interesan y a las que amamos”. El tema cambia de cojones, sobre todo si se tiene en cuenta el título, que así parece puesto para despistar.

La novela es una comedia y efectivamente, tal como apunta Javier Avilés en su reseña, tiene mucho de screwball y también mucho de crítica burlesca al abyecto mundillo literario de poetas trepadores, escritores infames o engreídos o ambas cosas o todo lo peor que se imaginen ustedes que pueda ser un escritor. La novela no deja títere con cabeza y ya sea usted editor, poeta, ensayista, biógrafo, novelista o hijo de tal o pascual, se verá fielmente retratado por Víctor Balcells Matas como un perfecto gilipollas. Para reforzar el carácter literario de la cuestión se acompaña la novela de múltiples referencias, títulos de novelas o nombres de escritores famosos (“Jean, Paul y Sarte emprendieron un ataque contra mí, un ataque existencialista y absurdo, de golpes flojos.”) porque a la gente del medio, que al final son los que a la postre compran estos libros (o se interesan por ellos), les gustan mucho verse inmortalizados, pero sobre todo porque no tener otra cosa en la cabeza que literatura acaba por ponerlo todo perdido de literatura. 

Y puesto que tiene 463 páginas y la idea propuesta (la de un hijo buscando un padre) se va demorando página tras página, se acompaña de mucha nadería insustancial, pensamientos fugaces y reflexiones de ida y vuelta, que son aquellas que salen de la historia total para volver a entrar:

Al salir del bar Arturo se encontraba mareado. [Arturo no es el nombre del bar.] La realidad parecía más luminosa, expandida, vívida. Bajo los efectos del Gin-Tonic se apreciaban mejor sus virtudes y defectos. El artista Vonnegut-Lachaise estaba junto a la puerta del local, alegremente rodeado de sus discípulos. Tenía una cara de persona normal, un cuero normal y piernas largas de persona normal. Barba, se podría decir, pero qué clase de barba, romana imperial tardía, al estilo Caracalla, o quizá siglo dieciséis. Por alguna razón difícil de precisar era un artista célebre y celebrado.

El caso es que uno (yo, en este caso) la va leyendo, la va entendiendo y la va apreciando por lo que vale, por lo que ha debido costar dar forma a tanta referencia más o menos velada de tanto conocimiento amulado durante 27 largos años. Uno le va perdonando (siente que debe hacerlo) la incontinencia verbal del que no quiere renunciar a nada; uno le va cogiendo cariño, al escritor también; la va queriendo, se va riendo (a ratos, cuando se le escapa) y poco a poco, poquito a poco, se acaba cansando. Y se va cansado, entre otras cosas, de no ver nunca la novela avanzar en ninguna dirección, que todo en ella parecen ramales sin salida, que parece la idea central una cosa que no acaba nunca de ser alcanzada, que todo es prestar atención a los flecos. Y no será por páginas. Y no será por relleno. Y no será por diálogos innecesarios (elijan al azar y prueben a obviar lo que no sea diálogo puro y duro y verán como nada cambia, como todo es igual, como en el fondo nos podíamos haber ahorrado los tres cuartos de hora que necesitábamos para ver otro capitulillo de Breaking Bad). 

De ahí mi hartazgo en la página 212; de ahí el cabreo, de ahí la indignación de no ver nada más que gansadas (en cualquier sentido de la expresión) de un proyecto de escritor de veintitantos queriendo demostrar que el tamaño no importa y que todo lo cura el poder vivificante de la risa. El caso es que de ahí el infumable, injusto seguramente, precipitado no, pero exagerado quizá sí. O quizá no, porque la bajada de ritmo de la segunda parte (la mortalmente aburridísima segunda parte), es tan agresiva, se hace tan pesada y tan lenta, tanto, que el castigo de someter al lector (al bueno del lector, al paciente y crédulo lector) a cien páginas de ires y venires de dos seres a cual más lerdo es como para cerrar el libro y tirarlo a un mar con tiburones.

El problema de fondo de todo esto, —he aquí una cuestión personal que no quiero eludir— es que servidor esperaba algo que girase en torno a lo paterno-filial, que es un drama muy socorrido para pasar la tarde, o, como dice Balcells, sobre “la imposibilidad de estar muy cerca de las personas que nos interesan y a las que amamos”. Y de todo eso, nada monada. Tener un padre que ignora a un hijo y viceversa no es suficiente para darle categoría de argumento, y no lo es porque Balcells ese problema se lo pasa por el forro de los cojoncillos durante dos terceras partes de la novela. Se nota que a él lo que le apetece es la risa, el cachondeo, el tonteo literario, ocultar referencias, dibujar un pozo en una pared e invitarnos a sacar agua de él. 

Entré en su habitación: no había nadie. Entre en el salón, en la cocina. Merodeé como el cazador en la jungla: no había nadie.
Estaba solo en casa.
Me quité la camiseta. Me quité los pantalones.
Viva la vida.
Me acerqué a mis bonsáis. No supe qué decirles. Los acaricié. Mis bonsáis. Yo amo todo lo arbóreo. Si fuera planta querría ser un pino, siempre verde y dispuesto a la procreación.


Nota: El mismo día que se publica este post, Jordi Corominas publica una entrevista con el escritor AQUÍ.


lunes, 19 de agosto de 2013

IN-FU-MA-BLE (Una aproximación a “Hijos apócrifos” de Victor Balcells Matas)

¿Alguien sabe si se pude decir en horario infantil que un libro es INFUMABLE? ¿Y por la noche, a partir de las diez/once, se puede decir? ¿Se puede decir INFUMABLE al amanecer, cuando casi todos duermen y nadie te lee, como los árboles esos que no hacen ruido al caer porque nadie los oye? Javier Avilés, escritor y blogero, cree que no, nunca. En su opinión, hay que matizar. En su opinión habría que decir: “En MI opinión, este libro es INFUMABLE” porque de lo contrario estaríamos haciendo una cosa horrible, terrible y mortal: estaríamos categorizando, nada menos, que después de pegarle a un ciego es LO PEOR.

Pero dejen que les explique de qué va la película.

Ayer por la tarde, tirado junto a la piscina, leía yo un libro, concretamente el libro de Víctor Balcells Matas llamado “Hijos apócrifos”. Era mi lectura una lectura ardua, pesada; era mi lectura una lectura indigesta, era mi lectura como un parto, pero era mi paciencia tal que a pesar de ello o quizá, de algún modo, precisamente por ello, seguía yo, con cabeceos constantes, eso sí, el hilo conductor de aquello que venía pareciéndome, desde la página 140, un bodrio. Un bodrio infumable, para más señas. En la página 212 me planté (o quise hacerlo) y subí tanto a twitter como a Facebook el siguiente mensaje: “Página 212 de Hijos apócrifos. No puedo más; lo dejo. INFUMABLE”. En buena hora. Sapos y culebras. 

A Jordi Corominas le gustó (el libro, no mi comentario), y así me lo hizo saber. Le gustó sobre todo la primera parte, precisamente la que menos me gustó a mí. Pero bien, nadie es perfecto. Decía (Jordi) que la estructura estaba bien, que Víctor no escribía por escribir (!), que el libro tenía referencias que iban más allá de lo manido y que algo así no era nada fácil de parir. Bueno, en fin, quitando la cuestión de las referencias, que ya veremos, el resto es más que discutible. Bromas aparte, de la estructura de momento no puedo hablar, pero eso de que Víctor no escribe por escribir… en fin. Lo hace, claro que lo hace. Y tanto que lo hace. Pero ya hablaremos de eso otro día.

A Javier Avilés también le gusta la novela. Le encanta la novela. Creo. Y, al igual que Jordi, también me lo hizo saber. En realidad lo único que dijo, Javier, en su réplica a mi tuit, fue que “Hijos apócrifos” no sólo no era infumable (¡ni mucho menos!) sino que era mucho mejor que otras cosas (“Todo es falso, menos alguna cosa”, Rajoy, 2013, fin de la cita) que se publican actualmente, sin llegar a poner ningún ejemplo quizá porque Javier Avilés parece la clase de crítico que hablaría mal de un libro siempre que no corriese el riesgo de encontrarse con el autor en algún sarao literario. Este modelo de crítico abunda y además gusta mucho. Con razón, al fin y al cabo, un crítico complaciente es el mejor amigo del escritor, que lo situará muy por encima del perro en su escala de valores.

El problema, en opinión de Javier, es que yo, como lector, tengo un problema: paso con demasiada facilidad de la opinión personal a la categorización (de “no me gusta” a “infumable” va un mundo, argumenta); que decir que “un libro que no soporto es un libro infumable” es una opinión personal sin lógica interna como proposición. Qué listo. Pues claro, nos ha jodido. Venimos a descubrir la pólvora. Pero, ¿acaso no categorizamos todos todo a todas horas del día, a un nivel mas o menos personal? ¿Acaso tachar a un árbitro de imbécil desde la barra de un bar o hablar de buena y mala literatura sin poner ejemplos o considerar que “este libro es MUCHO MEJOR que OTRAS COSAS que se publican actualmente” no es categorizar? No, claro que no. Categorizar es decir que el libro de Víctor Balcells es infumable. Eso sí es categorizar. ¿En serio es necesario el matiz? Pero la gran pregunta no esa. La gran pregunta es esta: ¿hubiese tenido Javier Avilés la misma reacción si mi comentario hiciese referencia al último éxito de Alfaguara “La verdad sobre el caso Quebert” o acaso tiene algo que ver todo esto con el hecho de que Víctor Balcells es, tal como dice en su reseña, un amigo? ¿Estaríamos teniendo esta conversación si el libro de Víctor fuese, perdón, me hubiese parecido, COJONUDO? 

Y puestos a cuestionar: ¿habrá influido esta amistad de algún modo en su forma de leer la novela o en la interpretación que hace de ella o en la valoración del esfuerzo que le ha supuesto a Victor escribirla? Nunca lo sabremos, pero podemos suponerlo.

No busco pelea con Javier. Simplemente me pregunto qué creemos que somos o qué importancia nos damos los que reseñamos libros en la red desde una plataforma gratuita para sentirnos en la “necesidad” u “obligación” de demostrar objetividad o de medir nuestras palabras en según qué casos. A ver si lo dejamos claro de una puta vez: no somos nada. No somos nadie. Somos gente que tiene un blog, eso somos; somos uno entre cien millones. Somos la clase de seres humanos que cuando leemos un libro que no nos gusta, lo tachamos de infumable o no, según sople el viento. Y desde luego no somos objetivos. El que quiera objetividad, que la pague. Y a quien le guste, bien, y a quien no le guste, que se lo haga mirar. 

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CUÁL es nuestra autoridad y quien nos ha erigido QUÉ es algo que Iago Fernández (escritor, blogero, crítico… hombre orquesta, en definitiva), a raíz de esta pequeña polémica y con su simpatía habitual, ha querido dejar claro en el comentario que dejé en Facebook:

“Yo coincido con que el problema es tuyo y sólo tuyo; y así lo deberías anunciar, ni que fuera por respeto al trabajo ajeno. Principalmente, porque no tienes ninguna potestad o mérito -cultural, intelectual- para emitir un juicio objetivable sobre libro alguno, mucho menos para discernir su calidad. Cuentas con tu opinión -o mejor dicho, con tu impresión, porque una opinión necesita de juicios propios o de juicios heredados de cuya procedencia sabes- y nada más. Yo digo que el libro es bueno, muy bueno.”

Yo no sé cuántas veces habremos follado Iago y yo para que sepa tanto de mi falta de méritos culturales o intelectuales a la hora de emitir juicios personales (han tenido que ser unas cuantas, porque lo ha clavado), pero si algo que está claro es que a él sí le gustó. A él sí le parece bueno, muy bueno, el libro de Balcells. Y por el tono parece que él sí tiene juicios propios o heredados; parece que él si tiene potestad o mérito –cultura o intelectual- para emitir juicios objetivables sobre cualquier libro. Él sí. ÉL —que al igual que Avilés es amigo de Víctor, seguramente más amigo de Víctor que el propio Avilés— SÍ. Yo soy bueno para gastarme el dinero en su libro o en el de su amigo o dar las gracias a la madre que lo parió o para alabar sus excelencias pero no para dar mi parecer si el libro me parece (o es) in-fu-ma-ble. 

Por situarles: Iago Fernández, damas y caballeros, es alguien capaz de dar en Goodreads la máxima valoración a su propia novela, o a Hijos apócrifos o a un pequeño ensayo de Antonio J. Rodríguez (cinco estrellas) y la menor (una) a Crimen y Castigo de Dostoievski, por poner algunos ejemplos al azar, mientras imparte, desde la autoridad que le otorga una carrera de letras y el estrecho círculo de amistades que tiene en el cuchitril literario español, lecciones sobre juicios críticos, propios o ajenos, y de objetividad

Pues así está el panorama de las nuevas generaciones espontáneas de críticos, lectores, escritores y lo que se tercie.


viernes, 16 de agosto de 2013

“Donde dejé mi alma” de Jérôme Ferrari

No soy amigo de releer. Debería, pero no lo soy. Las prisas, ya saben. En mi defensa diré que me voy corrigiendo. Poco a poco, poco a poco. El caso es que esta novela volví a leerla apenas cuatro meses después de haberlo hecho por primera vez. Esto, que parece un cumplido, lo es relativamente. Me explico. Es verdad que “Donde dejé mi alma” me parece una estupenda novela pero no es por eso por lo que volví a ella sino porque me parecía injusto que siendo así se hablase tan poco de ella y sobre todo me pesaba el sentimiento de culpa de haber sido yo, con un silencio fruto de mi legendaria pereza, parte del problema. Y ya que la cosa va de culpas, vengo a expiar la mía.

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La acción de la novela (por llamarlo de alguna manera) tiene lugar en Argelia, durante tres días de 1957, en plena rebelión independentista. Francia venía de perder un control vietnamita que sumaba una derrota más en su decadente imperio colonial. Esa época. Bien, pues el protagonista es un viejo capitán que se ocupa de sofocar la revuelta y que tras muchos años de practicar la guerra empieza a notar síntomas de culpabilidad. Cree haber perdido su alma entre tanta crueldad. Se siente un hijo de puta y está cansado de utilizar el ejército como excusa para liberar los más bajos instintos del ser humano, aprovechando el amparo que ofrece la frontera difusa entre el bien y el mal que dibuja la guerra (“Pues he aprendido también que el mal no es lo opuesto al bien: las fronteras del bien y del mal se han confundido, se mezclan uno con otro y se vuelven indiscernibles en la insulsa grisura que lo recubre todo, y eso es el mal”). 

Los tres días en los que se desarrolla la novela son días clave, ya que son los días en los que capturan a uno de los principales jefes revolucionarios. Se intercalan en la narración tres breves monólogos de un teniente, viejo amigo y colega de campo de concentración y derrotas varias, que ve en el desánimo de su superior un síntoma de debilidad, algo que se toma —para qué andarse con chiquitas— como una traición. Uno no pone todas sus esperanzas en un hombre para que éste lo traicione: “Cómo me iba a olvidar de usted, mon capitaine, yo que tanto lo quería, yo que lo quería aún más de lo que lo desprecio hoy, y lo desprecio hasta el punto de confesarle sin vergüenza cuánto lo quería.”

El capitán es un imbécil que cree que siendo amable con el terrorista (vamos a dejarlo ahí) —a quien considera un igual por el simple hecho de ostentar un rango similar al suyo (por ser diferente, en cualquier caso, al de un soldado raso)— ya va por el camino del perdón cuando esto no es así ni remotamente. En cualquier caso lo cierto es que superado el ecuador el libro empezamos a sentir por el bueno del hombre una inmensa pena. Ah, pero las cosas no son tan fáciles como sentir pena o sentir odio, como tener la razón o no tenerla. Las cosas son siempre mucho más complicadas. Para no olvidarlo, tenemos a Tahar, el preso que Ferrari utiliza como un instrumento para ir poniendo las cosas en su sitio: 

—Sobre todo, capitaine —dice con mucha cordialidad y convicción—, tampoco vaya a pensar que merece compasión, por favor. No merece compasión. ¿Lo sabe, verdad?
—No me quejo de nada.
—Entonces está bien. Porque no merece compasión. Y yo tampoco.

Seré breve, hoy no me apetece escribir. 

La novela plantea directamente —a pesar de cierta tendencia a la dispersión y digresión en ciertos puntuales momentos— la cuestión de la culpa que pueden o no sentir quienes, por la razón que sea, en este caso la guerra, hacen uso de la tortura y la crueldad, muchas veces con actos que van más allá del sadismo estrictamente necesario, para alcanzar sus fines generalmente muy poco nobles. Hombres que en el fondo saben que nada importa nada, que nada cambia nada, que todo es siempre lo mismo, más de lo mismo. Hombres que, aún sabiendo que la vida es un camino de una sola dirección y que no hay vuelta atrás que alivie la conciencia, no dejan de hacer aquello para lo que han sido programados, algo que casi nunca tiene que ver con llevar los niños al parque a pasear en bicicleta. Sólo tenemos una oportunidad y, con todo, no dejamos de golpear con la misma puta piedra la misma puta cabeza. 

“No ha vivido nada que sea excepcional, mon capitaine, el mundo ha sido siempre pródigo en hombres como usted y a ninguna víctima le costó jamás el mínimo esfuerzo transformarse en verdugo, a la más pequeña variación de circunstancias. Acuérdese, mon capitaine, es una lección brutal, eterna y brutal, el mundo es viejo, es tan viejo, mon capitaine, y los hombres tienen tan poca memoria. Lo que se ha representado en su vida ha sido ya representado en escenarios similares, un número incalculable de veces, y el milenio que se avecina no propondrá nada nuevo. No es ningún secreto. Tenemos tan poca memoria. Desaparecemos como generaciones de hormigas y todo ha de empezar de nuevo. El mundo es un pedagogo mediocre, mon capitaine, no sabe más que repetir indefinidamente las mismas cosas […]”


lunes, 12 de agosto de 2013

“Comandante” de Rory Carroll

Por ir al grano: lo que Rory Carroll viene a demostrar en Comandante es que Chávez era exactamente lo que parecía: un fanfarrón, un prepotente y un completo inútil. Grosso modo. Esto lo digo porque he leído por ahí, hace ya tiempo, en alguna reseña dejada del mano de Dios, que Carroll dejaba en manos del lector el juicio sobre el presidente venezolano y bueno, en fin, esto no es tanto así desde el momento en que las cartas que nos presenta el escritor están marcadas. Y es que va la cosa justita de cumplidos.

El librito se llama Comandante porque eso es precisamente de lo que habla. No del turismo, no de política exterior, no de historia venezolana; (no directamente, quiero decir) sólo Chávez. Chávez como ser humano y como presidente. Como golpista, como candidato. Como socialista de boquilla, también. Una sobredosis chavista, eso es Comandante. Está prologado por Jon Lee Anderson, por cierto. Lo digo por si, tal como me ocurrió a mí, necesitan algún aval. 

Leyendo el libro de Carroll, Chávez cae mal. Leyendo el libro de Carroll, Chávez es un charlatán y un canalla y un miserable que lo único que quiere es utilizar el Sillón Presidencial para garantizarse el Sillón Presidencial a perpetuidad. Para esto utilizará todas las armas que tenga a su disposición; armas que son minuciosamente detalladas por el autor. Resumiendo: la tarea documental de Carroll (magnífica, en cualquier caso) está orientada a desmontar el mito de un Chávez socialista y revolucionario pero sin llegar nunca a dejar claro que tal es su intención. 

Así es que en el libro podemos leer largo y tendido sobre aquella costumbre de Chávez de regalarse y regalar al país, quisieralo este o no, los habituales maratones televisivos de sobra conocidos. Se presta especial atención a un episodio que fue bastante popular, en el que el presidente expropiaba un edificio apelando a grandes y nobles razones cuando en realidad lo único que quería era devolver la pelota a un grupo de empresarios que habían tratado de sacarlo del poder poco antes.



En general la dinámica de Chávez parece, según Carroll, siempre la misma: todos sus actos, supuestamente nobles cuando no directamente generosos, persiguen el único fin de perpetuarlo en el poder.

Por poner algún ejemplo

Así fue como, a mediados de 2003, cuando su popularidad estaba por los suelos y un referéndum revocatorio (un mecanismo amparado en la constitución para hacer que la autoridad rindiera cuentas) apoyado por tres millones de firmas, amenazaba su poder, decidió poner en marcha las llamadas Misiones. La idea era crear programas sociales para los pobres, que taparan los huecos en los servicios estatales. Chávez enviaba diariamente noventa y cinco mil barriles a Cuba y a cambio recibía veinte mil médicos, enfermeras y otros especialistas que cubrieron las barriadas de Venezuela para atender servicios básicos. Todo gratis para la población gracias a la subida de los precios del petróleo que Bush, con su guerra contra Irak, había provocado.

Los maestros seguían enseñando a leer y escribir a los analfabetos, liberando a miles de la vergüenza y la ignorancia. Ésta era la Misión Robinson. Otros maestros daban cursos nocturnos a los que habían dejado el instituto. Era la Misión Ribas. A los graduados se les ofrecían puestos y estipendios en nuevas universidades. Ésta era la Misión Sucre. Se ofrecían créditos y preparación a pequeñas cooperativas agrícolas e industriales: la Misión Vuelvan Caras. Había comedores sociales, tiendas de alimentos subvencionados, títulos de propiedad de tierras, vuelos a Cuba para cirugía ocular. Cuando se celebró el referéndum, en agosto de 2004, los índices de popularidad de Chávez se habían recuperado, y obtuvo una victoria arrolladora. (Pág. 127)

Mención aparte el hecho de que la Lista Tascón (como se dio en llamar a esa lista de tres millones de solicitantes enemigos del presidente) sirviese para acallar a la posición a fuerza de arruinarles la vida negándoles trabajo, contratos, préstamos o documentos. En 2005 Chávez, por temor a la “vergüenza nacional” da por archivada y enterrada la lista Tascón. Mentira. Un año más tarde, una confidente confirmaba a Carroll que la lista seguía con vida en algunos municipios.

Y todo así. Un país en continua caída libre.


“ni vi ni escuché nada" (Soraya Sáenz de Santamaría)

Luego están los paralelismos (y ya termino), que dan como pena y miedo o un poco bastante de ambas cosas: “Un ministro necesitaba dominar tres técnicas. La primera era el equilibrio entre la quietud y el movimiento. La mayor para del tiempo, el ministro era una piedra. No se esperaba que sugiriera una iniciativa, resolviera un problema, anunciara buenas noticias, teorizara sobre la revolución o expresara una opinión general.” Que sin ser ni remotamente lo mismo (aquí nuestros políticos pecan de ignorantes, pero también de bocazas, por ejemplo) ayuda a entender el odio que despertaban y despiertan entre la población (principalmente la de mayor poder adquisitivo); un odio que, poco a poco, parece ir tomando forma de revolución. Se pregunta uno, leyendo el libro de Carroll, cuánto tardará Venezuela en saltar por los aires. Qué coño, se pregunta uno cuánto tardaremos todos en hacerlo.

“El ministro que se atreviera a entrar en un restaurante lujoso […] sería saludado con el clink-clink-clink de los comensales que golpeaban los vasos con las cucharas en señal de protesta. Los insultos agravaban la humillación. ¡Ladrón! ¡Mentiroso! ¡Hijo de puta! Algunos ministros acudirían al restaurante Palms, porque tenía un refugio, una parte superior reservada, pero la mayoría renunció a comer fuera. Sucedía lo mismo en los centros comerciales, cines y supermercados de los barrios ricos [feudos de la oposición]: desprecio, insultos, silbidos. Cuando no estaba en su despacho ni en acontecimientos públicos, los ministros se retiraban a sus casas. Cerraban las verjas, echaban el cerrojo y corrían las cortinas, sellando, como mejor podían, el desprecio exterior.”

lunes, 5 de agosto de 2013

“Un hombre soltero” de Christopher Isherwood

Hoy toca recomendación. Que no se diga que en Tongoy no tenemos corazón. Lo que no tenemos es paciencia para aguantar mucho tiempo leyendo memeces y por eso de cuando en vez nos regalamos un mes de buenas lecturas como otros se regalan un fin de semana en la sierra. 

Así como julio fue una mierda, agosto empezó bien, bastante bien. De las lecturas de julio ya hablaremos en septiembre, que me gusta a mí sangriento ese mes, pero las de agosto haremos lo posible por reseñarlas el mismo día que sean finiquitadas, así, sin pensarlas ni nada, total para qué. 

[Por si sienten curiosidad, agosto debería ser el mes de Buzzati, Bufalino, Donoso, Pablo d’Ors, Lydia Davis, quizá Paasilinna, quizá Coetzee, quizá Florian Illes y, seguramente, Chejov. Y poco más, que treinta días pasan volando y cuando escribo estas líneas ya estamos a cinco y apenas un par de libros leídos.]

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Christopher Isherwood es un viejo conocido. “El cóndor y las vacas, diario de un viaje por Sudamérica”, ya fue superficialmente reseñado por este blog en noviembre del año pasado en una entrada que pueden leer haciendo clic AQUÍ

Esta novela guarda con aquella crónica una relación cero. Lo digo para que no cunda el pánico ni se dejen llevar por el desánimo. 

“Un hombre soltero” (*) cuenta un día en la vida de un hombre, soltero para más señas, al que medio se le acaba de morir el novio. Vive en una casita muy bonita al lado un viejo puente y tiene los típicos vecinos un poco memos con hijos insoportables. La novela comienza con George, que así se llama el protagonista, despertándose una mañana cualquiera y empezando, poco a poco, a ser él mismo:

El despertar se inicia con el soy y el ahora. Después, lo que ha despertado permanece algún tiempo echado, fijando la mirada en el techo y escudriñando su interior hasta que capta el yo y deduce yo soy, yo soy ahora. Sólo más tarde surge el aquí como una apaciguante negatividad; pues es aquí, esta mañana, donde esperaba encontrarse; en eso que se llama en casa.
Pero ahora no es simplemente ahora. Ahora es además una helada admonición; un día más allá de ayer, un año más tarde que el año pasado. Cada ahora lleva el sello de su fecha, y convierte a los previos ahoras en caducos, hasta que (más tarde o más temprano) quizás (no, no quizás) con toda certeza: llegue.
El miedo retuerce el nervio vago. Un enfermizo eludir eso que espera, ahí fuera, en alguna parte, abominablemente cercano.

Abominablemente cercano y apaciguante negatividad no son expresiones que inviten precisamente a la lectura pero había un algo en ese ir despertándose que hacía albergar esperanzas. Total, que el tipo se levanta, hace sus cosillas matutinas y se marcha al trabajo (es profesor universitario) mientras acompaña cada acto de su correspondiente reflexión, que en su caso, además, va acompañado del temor a ser descubierto, como si sólo pudiera ser él mismo (no me refiero a su condición sexual) en la más estricta intimidad. También sale una mujer, una amiga, una noche de alcohol y pocas confesiones y otra amiga y un rencor que se apaga y un largo etcétera de lo que viene siendo la vida un día cualquiera que acaba con un hombre queriendo salir un ratito a la luz.

El siguiente párrafo tiene lugar durante el largo clímax final de la novela, con George en su casa frente a un alumno y demasiadas copas encima de cualquiera de los dos y sin ser un ejemplo de nada, ni un buen resumen, es interesante porque para George (el eternamente contendido George) es un momento liberador de confesión oculta en una recriminación.

— Sé exactamente lo que quieres. Quieres que te diga lo que yo sé... »¡Oh, Kenneth, Kenneth, créeme... no hay nada que hiciera más gustoso! Deseo terriblemente decírtelo. Pero no puedo. Literalmente no puedo. Porque, ¿no lo entiendes?, lo que yo sé es lo que yo soy. Y eso no te lo puedo decir. Tendrás que averiguarlo por ti mismo. Soy como un libro que has de leer. Él no se puede leer a sí mismo para ti. Ni siquiera sabe de qué trata.
—Yo no sé cómo soy...
—Tú sí puedes saber cómo soy. Podrías. Pero no quieres molestarte. ¿Sabes?, creo que eres el único muchacho que he conocido en el campus que podría. Esto es lo que hace todo tan trágicamente inútil. En lugar de intentar saber, cometes la inexcusable trivialidad de decir es un viejo sucio, y conviertes esta tarde, que podría ser la más preciada e inolvidable de tu juventud, en un flirteo. ¿No te agrada esa palabra, verdad? Pero es la que conviene. Es la eterna tragedia de hoy en día. El flirteo. Flirtear en lugar de fornicar, si me perdonas la grosería. Todo lo que hacéis es flirtear, y dejar que la manta destape un hombro, y quejaros de los moteles. Y dejáis pasar lo que podría de verdad (y no lo digo por decir, Kenneth) transformar vuestra vida entera.

En definitiva, la típica novela que habla de todo sin hablar de nada, correcta, elegante, formal como un traje de domingo a pesar de los puntuales horrores de traducción (no hay nada que hiciera más gustoso) que al igual que el Stoner de Williams (novela que considero superior) no quiere ser nada más que ese botón que sirva de muestra para las conclusiones que saquemos nosotros (y que bien pudieran ser una reflexión el torno al tiempo que dedicamos a dejarnos el pellejo en fingir que somos lo que no somos total para acabar siendo una chapita cromada en un nicho).

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(Cuenta con una reciente adaptación cinematográfica que tiene una pinta horrible y que, por lo que se ve en el tráiler, incluye un montón de secuencias que se ha sacado el guionista de la manga.)




(*) Título de la edición original: «A SINGLE MAN»
Traducción: José Martínez de Aragón
Primera edición: mayo de 1982 Copyright © 1964 by Christopher Isherwood
Edición en lengua castellana, propiedad de Editorial Argos Vergara, S.A. Aragón, 390, Barcelona-13 (España)



viernes, 2 de agosto de 2013

Tercer Aniversario de LMdT (incluye supuesta autocrítica)

Pues sí, estamos de aniversario. Tres añitos, ya, ahí es nada. Incluso he tenido un regalito inesperado; algo que me llena de orgullo y satisfacción: este mes de julio ha sido record de visitas. ¡Tachán! Sólo puedo dar las GRACIAS, fingir que no lo merezco y todas esas cosas tan cargadas de falsa modestia. ¿Cómo no lo voy a merecer, con lo que me ha costado llegar hasta aquí, que ha sido todo sangre, sudor y lágrimas? (Ajenas, eso también es verdad).

Recuerdo haberle escuchado decir —cuando monté el chiringuito— a un bloguero de reconocido, digamos, prestigio, que la esperanza de vida de un blog solía ser, por norma general, de unos dos o tres años. A partir de ahí, supuse, llegaría el fin o el principio del fin o un algo decadente que tenía que ver con el hartazgo y que conducía inevitablemente a la extinción. Bueno, pues nada, aquí estamos, sobreviviendo y jugando a ser una especie en peligro de excepción. Tengo contactos en las altas esferas Tongoyanas que me han dicho se intuyen cambios para el año que viene pero de momento esta Medicina (de Mongoy, que dice el bueno de Fernando Valls) sigue adelante.

En serio: GRACIAS. Han sido tres años estupendos. 279 entradas publicadas (con esta, 280), 450 libros leídos, tantas críticas positivas, tantísimas negativas, tanta gente enfadada, tanta gente indignada, tantas risas. Tres años bárbaros.

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Para celebrarlo me dio por leer, hace unos días y ayer otra vez, por recomendación de un comentarista de este blog, “El vicio de la lectura” de Edith Wharton, que es un librito pequeño como un tomagotchi que se lee en media hora y deja el regusto amargo de dos cafés. Lo bueno es que cuesta 89 céntimos, que es lo mismo que otros cobran por leer el post más popular de su blog. Pero ya hablaremos de esto otro día. 

Habla, Wharton, de lectores mecánicos y lectores natos, tomando por buenos los segundos. Los otros son, para ella, simples devoradores de libros, pero de los mismos libros que leen los lectores natos. (Esta es una observación muy importante porque luego están esos otros lectores de betsellers y subproductos varios que, dice Wharton, no merecen ser tenidos en consideración.) La culpa de tanto atrevimiento, viene a decir la escritora, está en considerar la lectura una virtud —como hacer deporte, madrugar o donar esperma— que se puede educar, como si el talento fuese cuestión simplemente de echarle horas. Claro, de ahí a creer que se tiene la inteligencia suficiente para leer a Pynchon, por ejemplo, no hay ni medio paso.

Wharton cree que las muchas lecturas, el frenesí de leer, qué se yo, 450 libros en tres años, no sólo es algo negativo sino que incluso puede llegar ser un síntoma de lo mal que se están haciendo las cosas, porque leer mucho obliga necesariamente a leer rápido y por las malas lecturas de malos lectores es por lo que se escribe la peor literatura. Y es que hay mucho hijo de puta suelto.

Leer no es una virtud; pero leer bien es un arte, y un arte que sólo el lector nato puede adquirir. El don de la lectura no es la excepción a la regla, en cuanto a que todos los dones naturales necesitan cultivarse mediante la práctica y la disciplina; pero a menos de que exista la aptitud innata, el entrenamiento será infructuoso. Resulta una decepción para el lector mecánico pensar que las intenciones puedan tomar el lugar de la aptitud. 

Y eso no es todo, ni es lo peor. El lector mecánico es el típico imbécil (esto no va con segundas) que cree que esas muchas lecturas le otorgan un conocimiento superior que le capacita para ejercer la crítica literaria:

Forma parte del deber cabal del lector mecánico pronunciar una opinión sobre cada uno de los libros que lee, y a veces es conducido hacia extrañas desviaciones en el desempeño consciente de su tarea. Es parte de la naturaleza desconfiar y que le desagrade todo libro que no comprende. 
[…]
Aunque la crítica real esté al servicio de la literatura o no lo esté, resulta claro que esta pseudo reseña es dañina, debido a que coloca a libros que tienen muy diversas calidades en el mismo nivel inerte de mediocridad, al ignorar su verdadero significado e importancia.

Resumiendo: qué triste dedicar tanto tiempo a leer tanto y tan mal total para nada más que acabar haciendo daño a aquello que se quiere defender, esto es, la literatura (esa ramera). Porque alabar las malas novelas, aunque alimenta las malas novelas, las mantiene en un circuito cerrado de estulticia, pero despreciar las buenas por culpa de ese criterio miope de darle a todo el mismo valor y no ser capaz de ver las virtudes o de valorar el esfuerzo ajeno de tirarse seis semanas o veinte años escribiendo un puto libro, hacer eso, decía, acaba por fuerza con la literatura de calidad, opina Wharton. 

Lo mejor, seguramente, sería cerrarle la boca a todos esos lectores mecánicos reconvertidos en críticos que confunden calidad con cantidad, que han saltado la barrera de la literatura de mierda, (aquella más comercial, aquella que Warthon considera indigna --así en general--) para invadir el territorio de la alta literatura o la literatura de minorías o lo que sea que haga todo escritor que se precie.

El lector mecánico […] aprende el potencial de la desaprobación en su calidad de arma crítica, y pronto se convierte en su principal defensor en contra de la irritante exigencia de admirar lo que no puede entender. A veces su desaprobación está mitigada por las concesiones filosóficas hacia la laxitud humana: como sucede en el caso de la mujer que no podía aprobar las novelas de Balzac, pero por supuesto que estaba dispuesta a admitir que “estaban escritas en el francés más hermoso”.

Aprovechando que esto no va con nosotros, seres de excepción inmunes a la tontería, hagamos justicia: identifiquemos, señalemos y acabemos con esos indeseables venidos a más. Comámonos los corazones de los lectores mecánicos.