viernes, 31 de mayo de 2013

“Incendios” de Wajdi Mouawad

A VECES es simplemente cuestión de perspectiva. Me refiero a nuestra personal valoración de algunas obras. Es una cuestión de perspectiva. Además de las habituales mentiras de la crítica y los intereses propios —legítimos, qué duda cabe— de las editoriales hay una parte de todo este circo de complacencia y buenismo que tiene que ver con los malos hábitos adquiridos, desarrollados y nunca corregidos. Una parte, ojo; que nadie se agarre a este clavo ardiendo no se vaya a quemar.

Me explico. La costumbre de leer obras mediocres o directamente malas durante demasiado tiempo (ah, qué gran mal, la amistad) puede llevarnos a creer que estamos realmente frente a una supuesta maravilla que como tal anunciamos y damos a entender. Pongamos un ejemplo: uno de los peores libros que he leído en los últimos años ha sido Asco de José Angel Barrueco (y no fue porque me pillase en un mal día, precisamente). Para que se hagan una idea: comparado con el de Barrueco, Intemperie de Jesús Carrasco es una maravilla. Pero es, como decía, una cuestión de perspectiva, porque comparado con el de Carrasco Gótico carpintero de William Gaddis, por ejemplo, es una puta obra maestra. O El plantador de tabaco —de inminente reedición, aviso—. No hay color.

Pues bien, un pasito antes de Gótico..., tres antes de El Plantador... y seiscientos cuarenta por delante de Intemperie (el de Barrueco no aparece ya que mi aplicación no opera con decimales) se sitúa este pequeña maravilla llamada Incendios de Wajdi Mouawad.

* * * * * * 

Llevo tiempo demorando esta reseña. No hago más que poner excusas. Que si quiero volver a leerlo, que si quiero terminar la tetralogía (ya llegaremos a esto), que si antes quiero ver la película, que si no sé ni por dónde empezar. Y todo esto es cierto y todo esto es mentira. Quiero volver a leerlo, claro, y ver la película y releer lo anterior y leer lo siguiente y lo que está por venir, pero entremedias Incendios existe, es una realidad, es un libro escrito, publicado, leído y representado, no necesariamente por ese orden. Es una obra con principio y final, siendo su inclusión dentro de una tetralogía una simple cuestión temática. Y es, como decía, una obra representada, porque –me arriesgo ahora a una espantada general- Incendios es teatro. Oh.

No es fácil resumir el argumento. Una mujer muere tras años de silencio dejando como única herencia un par de cartas que han de ser entregadas a sus dos únicos hijos. A ella le encomienda la búsqueda de un hermano desconocido, allá en el Líbano; a él, la de su padre. O quizá sea al revés. En cualquier caso da igual; el resultado es el mismo. Por supuesto, hay una razón para tanto misterio, pero me la voy callar porque, tal como se dice en el libro, “Hay verdades que sólo pueden ser reveladas a condición de ser descubiertas”. Por un lado está la búsqueda (reticente en el caso de él) tanto de su padre como de su hermano y por el otro la narración, en flashbacks, de lo visto, vivido, de lo sufrido por su madre muerta: la razón de su mutismo. Esto, dicho así, puede no parecer gran cosa. Error. Craso, además. Les invito a probar. Les invito a intentarlo. Busquen el libro, ojéenlo, empiécenlo. Les reto a dejarlo por la mitad. (1) (2)

Cuando más arriba hablaba de perspectiva me imaginaba a mí mismo leyendo algún libro reciente que me hubiese gustado, por aquello de enfrentarlos. El último fue ayer mismo: La misma ciudad de Luisgé Martín. Con todo lo que me gustó, que fue bastante, no hay ni punto de comparación con el texto de Mouawad. No hay (en el de Luisgé) ese momento de no poder dejar el libro (o casi, ya que de tan breve no da tiempo a que tal cosa ocurra) y sí hay, en cambio, (en Incendios) una historia que atrapa desde la primera página y un tema que gana en interés, pero sobre todo una forma de contarlo que resulta fascinante. El teatro me ofrece, al menos en esta ocasión —quizá por mi ignorancia en el tema—, una posibilidad que no he encontrado en la narrativa: compartir en el mismo espacio, en un mismo instante, historias alternativas situadas en espacios físicos y temporales completamente diferentes; cruces de conversaciones que, a pesar de la distancia imaginaria, se interrumpen, se intercambian pero también se complementan y se refuerzan. 

Todo suma y en Incendios la suma de sus partes da como resultado una obra absolutamente genial. Uno de esos libros, una de esas lecturas, que nos devuelve a los lectores la perspectiva perdida; que nos ayuda a entender que no todo lo que creemos bueno lo es realmente (ni remotamente) y que no toda la experimentación es un campo minado de errores.

Se me ocurren otros libros en los que dejarse el capital durante la Feria del Libro de Madrid que empieza hoy, pero mejores que este, pocos. 





(1) Traducción e introducción de Eladio de Pablo. KRK Ediciones, 2011.

(2) Sinopsis, también insuficiente, extraída de la web de la editorial: "Incendios es, tal vez, de la tetralogía La sangre de las promesas, la obra de Mouawad más trágica. Una joven, casi una niña, concibe un hijo fruto del amor, en una sociedad atravesada por la guerra y el odio. El niño le es arrebatado nada más nacer y Nawal, esa joven casi una niña, no cejará hasta encontrarlo, puesto que ha hecho la promesa de amarle siempre, "ocurra lo que ocurra". Y comienza una búsqueda obstinada, un viaje a lo desconocido. Y cuando, después de muchos años, al fin encuentra a su hijo, Nawal comprende que el amor y el horror pueden ir de la mano de una manera terrible, terriblemente humana. Y el fogonazo de esa revelación la hace callar para siempre. Vivirá en silencio los últimos años de su vida y solo hablará a través del testamento que deja a sus hijos gemelos, Jeanne y Simon, a quienes encarga también una búsqueda: la de su padre, que ambos creían muerto, y la de un hermano cuya existencia ignoraban absolutamente. Jeanne y Simon, al igual que su madre, emprenderán un viaje a lo desconocido, un viaje a través del espacio y del tiempo (pero también al interior de sí mismos), para acabar encontrándose a sí mismos."


miércoles, 29 de mayo de 2013

Una aproximación a la barra americana de Javier García Rodríguez

Una de las características comunes a todos los miembros de la llamada generación Nocilla (esto incluye arrimados) es esa tendencia a convertir las reseñas que se hacen unos a otros en pequeñas tesis doctorales, dando así la impresión —algo más que la impresión, en realidad— de que ese esfuerzo adicional resulta entre necesario e imprescindible para convencer al mundo de la genialidad de sus obras, como si éstas no fuesen perfectamente capaces de valerse por sí mismas.

Esto viene a cuento de algo, claro.

Empiezo a leer Barra americana sin saber que Javier García Rodríguez pertenece al mencionado grupúsculo. Esto es: empiezo a leer a Javier García Rodríguez completamente libre de prejuicios. Es más: leo a Javier García Rodríguez con una predisposición favorable toda vez que me pilla en plena vorágine lectora de relatos de extensión variada y especialmente interesado en las aproximaciones de éstos a otras nacionalidades. 

Empiezo por un relato (ya entraré en más detalles en otra ocasión) que incluye, en el título, el nombre de David Foster Wallace (1). Una vez terminado vuelvo a principio del libro y sigo por orden. Al llegar al tercero tengo que parar. Empiezo a tirar de crítica ajena y claro, allí está: el chachachá habitual. La marimorena.

El texto en su dinámica de deconstrucción, esto es, de auto-desmantelamiento constante provocado por esa incapacidad del decir para subsumir el siempre nuevo acontecimiento del sujeto y de la realidad, que ya no se deja resumir, reducir, recubrir, reconducir por el esquemático texto pasado.” Esto lo dice un tal Jorge Martínez Lucena para una web llamada In/ficción

Para Cristina Gutiérrez Valencia la cosa va más allá: “Abordamos desarmados [llegamos con las manos vacías —dice Cristina inmediatamente antes— si acaso conservamos la hermenéutica de la sospecha como ruido de fondo de una lectura carente de herramientas para el análisis], por tanto, a esta obra de la cual saldremos, perdida la inocencia, siendo otros.” Que ya tiene que doler la, digamos, novela (un temazo este, también) para acabar siendo otro. ¿Se sabe quién, por cierto? Me pido alguna divinidad que tenga que ver con el ocio y el vino. Esta misma Cristina afirma al comienzo de su crítica en tonosdigital.com que “Cada vez que nos enfrentamos a una obra de Javier García Rodríguez el llamado pacto ficcional cobra dimensiones desconocidas y se convierte, o se redefine conceptualmente, en algo más abarcador y que afecta a la totalidad de la forma de ver la literatura y, en última instancia, el mundo.

A mí tanto cambio me pone nervioso. Paso por dejar de ser yo mismo —me viene de perlas un cambio de aires—, pero si el mundo se transforma cada vez que este señor escribe un libro no sé porqué cojones me tiene que tocar a mí pagar siempre la misma hipoteca.

Leer tanta crítica sólo sirve para despistar. Aquí parecen todos muy listos y luego nadie se entera de nada. No saben si es una novela, un colección de relatos, unas crónicas de viajes, una renuncia al yo como elemento estructurador de lo narrado (Emilio Peral dixit) o un puto conejo de Pascua. Será que no estamos a la altura si, tal como Antonio J. Rodríguez recoge para Jotdown (en todas partes cuecen habas, se ve), Javier García Rodríguez es reconocido por “su pertenencia a esa élite de cinco personas que en nuestro país de veras han entendido algo de David Foster Wallace”. De todas las soplapolleces que he escuchado últimamente esta es, con diferencia, mi favorita, entre otras cosas porque ahonda en la herida, permanentemente abierta, del Elitismo en la Literatura, una cuestión en la que supongo expertos a algunos de los personajes antes citados.

Resumiendo: que ensospechando que no ha de ser para tanto la cosa viendo lo desmedido del elogio general y creyéndolo fiesta-jolgorio de unos cuantos, voy yo, y me leo. Total no sé para qué; para no entender nada supongo. A ver si uno de Los Cinco Fantástico viene y melosplica porque así, de entrada y con medio libro leído, la cosa no parece que vaya a pasar de infumable.



(1) El día que conocía a David Foster Wallace (Respuesta al “acertijo pop 9”)6





domingo, 26 de mayo de 2013

“Relatos reunidos” de Cesar Aira

Hasta que llegué a los microrrelatos de Jesús Esnaloa yo creía que el infierno era tener que leer durante el resto de mi vida únicamente relatos, más o menos largos, de seres humanos, más o menos escritores, argentinos o no. Ahora sé que no, que el infierno es otra cosa mucho más patria y más breve. Indecentemente breve. Pero no adelantemos acontecimientos. Hoy toca hablar de Cesar Aira y la cosa del Cuento Decepcionante y, en esta ocasión sí, Argentino

Vaya por delante lo siguiente y así acabamos rapidito: no me han gustado.  Los relatos digo. Será por el acento, que no me acostumbro, pero me extraña. No me hagan caso. El problema es que aburren. Soberanamente, además. No lo hicieron, al menos en mi caso, los primeros pero sí los segundos y los terceros y los últimos, supongo que a medida que iba quedando claro que aquello iba a ser, una otra vez, más de lo mismo. Y claro, así no se puede. Leo cosas que no van conmigo, que no significan ni me aportan absolutamente nada, que me dejan como estaba, si acaso con dos o tres o cinco horas menos y cuarenta gramos más si los acompaño de cacahuetes. Sírvanse fríos algunos ejemplos: 

En Picasso un hombre se debate, dentro de un museo, entre tener un Picasso o ser Picasso. Es un deseo que se le concede. A resolver la disyuntiva dedica, qué se yo, chorrocientas páginas. Lo valora todo, todo, TODO, menos lo fundamental. Es un como un chiste demasiado largo. En La revista Atenea (o el microperiodismo) unos jóvenes se plantean la creación de una revista de artículos cortos hasta lo infinitesimal que les permitan un margen de maniobra que se adapte al presupuesto de cada mes. Da igual, no traten de entenderlo; es una gansada de cuento. El perro es la historia de un perro que persigue un autobús y la reflexión de uno de los pasajeros en torno al asunto, la culpa y tal. En fin. Así hay alguno más, como demasiados de más.

Que conste que al menos esos se leen. Otros se sufren. Y cuando digo que se sufren quiero decir SE SUFREN. Y de qué manera. Pienso en El Cerebro Musical, El hornero, El infinito (sobre juegos absurdos matemáticos infantiles), Los osos topiarios del Parque Arauco o Sin testigos. El carrito, que es un relato cortísimo sobre un carrito de supermercado que se mueve solo, muy despacito, cuando nadie lo ve, y que da, directamente, vergüenza ajena. O Pobreza, sobre un hombre que se enfrenta a la pobreza como quien se enfrenta a su madre y al que se le tiene que suponer la reflexión en torno a la estupidez de los que tienen demasiado frente a la inteligencia nacida de la supervivencia. Otros, como El Todo que surca la Nada, se olvidan de no siempre el lector es también escritor: “La lección, si es que una lección puede redimir aunque sea de modo parcial el desperdicio de una vida, es que hay que ir directamente al grano... Debí haber empezado por lo importante, por lo que nadie más que yo sabía... Ni siquiera habría debido renunciar a la progresión y equilibrio de un relato bien hecho, porque los prolegómenos podía escribirlos después y al pasar en limpio poner cada cosa en su lugar... Esa imbécil compulsión a contar siguiendo el orden en que pasaron las cosas...” También los hay que partiendo de premisas divertidas caen enseguida en el tedio. Es el caso de El Té de Dios: “Por una vieja e inmutable tradición del universo, Dios festeja Su cumpleaños con un suntuoso y bien provisto Té al que acuden como únicos invitados los monos.

Pero no todo el terreno es pedregoso. Algunos cuentos, los menos, se salvan, quizá porque proponen ideas, a primera vista, originales o porque sugieren imágenes especialmente atractivas o porque fuerzan la imaginación del lector y le obligan a participar del relato poniendo parte de su materia gris. Son un más que estimable espectáculo visual. Son estos dos:

En el café es un simpático relato en el que los clientes de una cafetería cualquiera se ponen de acuerdo para crear -para una niña inocente que corretea entre la mesas- las más increíbles figuritas hechas con servilletas de bar, esa cosa fina, delicada e inútil que por no servir no sirve ni para limpiarse los mocos: “Se trataba de un barco, […] un elegante velero embanderado, y una extensión de los plegados había hecho bajo su quilla la superficie ondulada del agua de un río, y las orillas de éste a los dos costados, y en las orillas casas, tiendas, una iglesia, jardines, y gente que apiñada en las calles costaneras saludaba el paso de la embarcación.” 

Mil gotas sería, sin duda, un cuento ilustrado absolutamente maravilloso. En palabras desmerece, se queda corto, se afea; se echa de menos un acompañamiento visual, colorista, plástico, capaz de reproducir las escenas descritas. Sin duda, el mejor de todos. Un derroche de imaginación. Cuenta las diferentes historias que protagonizan las gotas de pintura de la Gioconda el día que deciden largarse del cuadro. 
Una gota se quedó a vivir en la Argentina, el país de la representación. Adoptó el nombre muy argentino de Nélido y se dio al trabajo de encontrar novia. Para cualquier otro habría sido cuestión de horas. A él, que era tímido, torpe, sin conversación, le llevó años, y pasaron los años y no lo logró. Parecía haber una maldición, una mala suerte, pero ni él podía ocultarse que la suerte, buena o mala, había quedado atrás. Iba a todas las fiestas o reuniones donde lo invitaban, a locales bailables, a yoga, a un taller de pintura, a marchas y procesiones, buscaba desesperadamente, casi como un perro con la lengua afuera, sabía que a la ocasión había que atraparla al vuelo, que todo podía depender de un instante, para ello afilaba su atención, propiciaba su espontaneidad, ensayaba su simpatía. Y no es que no fuera sincero, todo lo contrario. Lo deseaba, y más que desearlo lo necesitaba, y cuando otro día había transcurrido sin quebrar la porcelana divina de su soledad, la amargura del fracaso le contraía su minúscula alma de gota.
Dos buenos relatos no salvan un libro ergo a este también este lo doy por perdido. Yo quiero otra cosa que no está aquí. Un poquito de emoción, si puede ser, algo que provoque algo, ya me da igual lo que sea, y no estos cuentos de gelatina fría que no conducen a ninguna parte, tan divertidos como dedicar dos horas a contemplar la maquinaria de un reloj digital. La literatura, otra vez, al servicio de uno mismo.

martes, 21 de mayo de 2013

“Norteamérica profunda” de Juan Carlos Márquez

Estábamos equivocados. Buscábamos donde no era. Leíamos a los escritores creyendo que serían ellos, y no. Olvídense de Franzen, de Eugenides; olvídense de Wallace, de Roth, de María Santísima… olvídense de ellos porque en ellos (en sus libros) no encontrarán la (puta) Gran Novela Americana que todos andan buscando como locos. Y es que La Gran Novela Americana ya ha sido escrita. La ha escrito un español. De Bilbao, claro. Su nombre: Juan Carlos Márquez. Razón: aquí (abajo). 

* * * * * * 

Lo primero de todo es aclarar esta insignificancia: “Norteamérica profunda” no es, como se afirma por ahí, una colección de relatos, sino una novela fragmentada. Esto es importante. A mí me jode más que a nadie pero es lo que hay. Recordarán algunos que Márquez escribió hace un par de años un librito (pequeño, también, como todo lo suyo) llamado Tangram compuesto por grupo de relatos que se creían novela sin serlo realmente. Se adivina pues, en Márquez, una querencia a llevar la contraria. El día que se aventure en el microrrelato (que lo hará) le saldrán unos poemitas maravillosos. 

Dejen que les explique lo de la Gran Novela; intuyo que no me creen. Los cinco supuestos relatos que la componen son cinco estampas tan –en su mayoría- típicamente americanas que es todo uno mirarlas y creer estar viendo una película de John Ford o una fotografía de Robert Adams. Vean, vean: En DELAWARE, el primero, unos colonos ocupan una tierra que hasta ese momento pertenecía a los indios; indios que, furiosos e indignados, se dedican a acosar por las noches a unos invasores que a su vez se sienten atacados. En el segundo, llamado MEMPHIS, tenemos un negro grandote y bonachón cumpliendo condena por asesinato. Esto es, directamente, más americano que la hamburguesa. Y un poco topicazo. También lo de ser amigo del carcelero y de la incapacidad de adaptarse a la vida en libertad. En BLOOMINGTON la viuda y el hijo de un hombre que muere en Vietnam ven como el estado calamitoso en que se encuentran da un giro de 180º cuando un amigo del difunto se hace cargo de ellos a cambio de llevárselos a un páramo desierto de Bloomington. En SAINT-RAPHAEL un aristócrata en decadencia invita a una familia amiga a pasar unos días con él en Saint-Raphael, precisamente, un lugar muy bonito de Francia, que no sé qué narices tiene que ver con la Norteamérica profunda. Quizá es que me he perdido algo. O quizá simplemente es un relato que se coló para rellenar y evitar así que quedase un libro demasiado ridículo. Hoy me he levantado generoso: vamos a creer que el relato trata sobre la aristocracia en decadencia como referencia al lastre en que se ha convierte Europa para América a pesar de tanto pasado en común. Pilladito por los pelos, pero que no se diga que no he puesto de mi parte aunque sea mintiendo más que escribiendo. 

En CHURCHILL, el último de los relatos —probablemente el que más me ha gustado—, un joven matrimonio se marcha al norte de acampada. Ella se está muriendo, pobrecita y él no sabe qué decir, ni qué hacer, ni cómo reaccionar y es todito un saco de miedos varios. Lo de tener que lidiar con la inseguridad del amante desde la entereza del moribundo o la diferencia entre no tener nada que perder y perderlo todo. Esto se acompaña de bellas estampas nacionales: “No había más de ocho o diez personas dentro del restaurante y la mayoría eran hombres con la cara tiznada y las botas sucias de tierra. Devoraban fuentes de huevos revueltos y hamburguesas con queso y sorbían tazones de café humeante sobre la barra. Pedimos un surtido de salchichas, dos mazorcas de maíz y un par de ensaladas a una ascendiente de Matusalén y nos sentamos a una mesa tras una cristalera. Las vistas daban a un parque. Era un parque solitario sin un solo árbol. Con el suelo de arena, columpios y un pequeño y poco tendido tobogán de metal oxidado.” 

Fot. Robert Adams

Que estas secuencias tan típicamente americanas resulten más comunes y reconocibles que los páramos desolados de la “Intemperie” de Jesús Carrasco lo único que demuestra es que importamos demasiada televisión. Pero en cualquier caso el resultado es el mismo: para algunos América es esto y poco más. Márquez lo recoge en cinco cuentos, cuando otros lo hubieran hecho en cuarenta, lo cual es mucho de agradecer porque así te da tiempo a ver el telediario antes de cenar. En cualquier caso si la gran novela americana es aquello que representa o traza un relato de la América inmortal no veo porqué no puede ser esta colección una candidata al puesto. Yo me limito a dejarlo caer. 

Al respecto de los mencionados (relatos) y al margen de lo más o menos interesantes que puedan resultar, Norteamérica Profunda es Márquez haciendo de las suyas pero en relajado, esto es, sin el peso de los talleres de escritura y sin tener que demostrar que él la tiene más grande (la prosa, se entiende) que muchos otros que van del mismo palo, dando como resultado unos relatos bastante decentes para lo que me estoy encontrando últimamente si no le tenemos muy en cuenta cosas esos pecadillos de poeta reprimido tipo "la metralla silbándoles su melodía de muerte en los oídos" que se le escapan de vez en cuando y que dan a entender que en el fondo es, Márquez, un alma sensible luchando por florecer en el océano de los versos con resaca. Que a nadie le extrañe si algún día empiezan a salir fotos de su pasado acompañado de narcotraficantes del amor. Resumiendo: interesantes en la medida que prescindibles, siendo esto algo que se parece bastante a un cumplido sin serlo necesariamente pero sin descartarlo tampoco.

Sepa Márquez, en cualquier caso, que seguimos, sus groupies, a la espera de una novela que tenga forma de novela. Que no desesperamos, que sabemos que llegará, aunque tarde cuarenta años, aunque se oculte tras algún formato autobiográfico de memorias literarias preferentemente (si podemos elegir) de corte dramático y sangriento.


viernes, 17 de mayo de 2013

“Como amigo” de Forrest Gander

Algunas tonterías que se dicen durante el ejercicio de la crítica son como para enmarcar. Así como no hay mayor ciego que el que no quiere ver, supongo que no hay peor crítico que aquel que abusa de las lentes de aumento. No hay duda de que, si uno quiere, puede ver que un libro como el de las luces y las sombras del sátiro Grey toca muchos temas, del mismo modo que, si uno se siente generoso (no es mi caso) también puede ver en Angeles y Demonios o El código Da Vinci, un profundo análisis de la cuestión religiosa y los mecanismos del poder en el Vaticano o un alegato feminista o un reclamo de los principios básicos del cristianismo, por no hablar de una bellísima historia de amor o la eternamente irresoluble confrontación entre el bien y el mal. Qué sé yo. Pero esto de ver en una historia, digamos, sencilla, modernilla, a su modo experimental, el germen primero y el fin último de la creación es como pasarse un poco bastante. Me explico: me estoy refiriendo a lo que dice Mario S. Arsenal, crítico literario, para “La tormenta en un vaso” sobre esta novela de Forrest Gander: 

Este libro escrito con una inspiración indiscutible, se detiene en la dualidad de la vida como pocos han conseguido hasta el momento, hablando sin cortapisas de los escondrijos más oscuros del alma humana; de la aniquilación devastadora de los tópicos; de las capacidades benefactoras del arte; de nuestra incapacidad por entender el devenir del mundo; de la libertad que sólo las vidas apresadas pueden conocer; del alcance del amor más allá del cuerpo; de cómo el castillo de naipes no debe desmoronarse tras la muerte; de lo fatídico en ocasiones del recuerdo; de los límites de la amistad; del carácter de las ideas; de la magia de la cultura.” 

Me parece fascinante, honestamente, que uno, para dejar bien un libro, tenga que recurrir al truco barato de acusar a la literatura de no haber sido capaz de hablar, sin cortapisas (esto es fundamental), de los escondrijos más oscuros del alma. ¿En serio? Yo a veces peco de bruto, pero hay que tenerlos muy bien puestos para decir tamaña barbaridad y quedarse tan ancho y no perder el empleo o la vida o la mujer o algo. Todo lo demás es también de juzgado de guardia porque de lo contrario tendríamos que estar frente a la mejor novela de los últimos, digamos, veinte años. O más. Y no es el caso. Sin querer desmerecer la novela más allá de lo que se pueda desmerecer ella solita, la cosa no es para tanto ni remotamente. Pero de todo esto tiene la culpa la habitual y siempre excesiva tontería del poeta y la subsiguiente tontería de un crítico buenista capaz de decir que un libro está escrito con “una inspiración indiscutible”. Indiscutible, dice. Veremos. 

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La primera parte de esta novela es la secuencia de una joven dando a luz. La cosa —que acaba en niño cabezón casi estrangulado, adopción y a otra cosa mariposa— una vez que salta a la vista que en ni la prosa ni en la historia hay nada del otro mundo, si acaso los dejes propios de la traducción al mexicano y los dolores propios del ponerse a parir, es un tanto absurda. Un parto. ¿Cómo preludio de algo? Pues igual. De la segunda parte, quizá. O de la tercera. O de la cuarta. 

En la segunda parte (paciencia) el narrador, un compañero de trabajo de Les —el silencioso y auténtico protagonista de esta historia y niño cabezón de la primera parte— sufre la cosa del amor no correspondido. Se centra en la exaltación de las virtudes físicas e intelectuales de Les, que se asoma a estas páginas como una bestia parda del amor: casado y con amantes varias, Les hace gala de una virilidad enervante que provoca los celos de quien quisiera ser su hombre (el narrador) y no lo consigue y de ahí ese abrupto final de rosarios y auroras boreales. 

La tercera parte (que no última) es su mujer ("El primer hombre a quien se la mamé. Sabías a agua de pozo") hablando de Les una vez éste se ha muerto. Se pueden imaginar: era un ser maravilloso. Pues esto, así, en verso prosado, durante chorrocientas páginas de echarlo de menos seguramente sea la razón de la desmesura del crítico anterior y de muchos otros que, como él, llevan días plagando la red de entusiastas reseñas. La poesía es lo que tiene: a poco que te guste encontrarás en ella la justificación de todas cuantas maravillas sean posibles. Les regalo unas citas para que se hagan una idea:

No envejeces. Otros me verán envejecer a mí.
Voy caminando, invisiblemente mutilada, hacia el espejo.
Ya sea que esté de pie o sentada o vaya a la tienda en coche, tal parece que sólo dejo en claro una incoherencia.
El azul amatista de tus ojos, dijiste alguna vez.
Despierto exhausta todas las mañanas.
Si tan sólo la rutina arrojara la sensación a un lado.
Y el zureo de las palomas.
Y yo sigo aquí. Innumerables quienes han sobrevivido a cosas peores.
Hay muchos acontecimientos peores que una sola muerte. ¿Quién soy yo para detenerme? ¿Para ni siquiera querer sanar? ¿Para no dejar crecer la piel sobre la llaga? Seguir adelante es seguir sin nada. Yo, un espectro.

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Que a mí no me guste la poesía no hace mala una novela, evidentemente; la hará incompatible con mis gustos personales y poco más. Con todo, no necesito dejar la bebida para no perder el norte respecto al argumento, sus intenciones, sus posibilidades o consecuencias. 

La novela, breve en grado sumo, es un ejercicio en el que se mezclan distintos estilos y que giran en torno a un personaje que suponemos fascinante sin acabar de creérnoslo realmente por falta de desarrollo. Esto, así, te tiene que encantar si eres aficionado a los versos de amor desatados y ves sentimientos donde otros sólo mariposas. Tengo la sospecha de que incierta gente está aprovechando la oportunidad que les brinda una novela de estas características para exaltar las virtudes de aquello que, de otro modo, no tendría, ni remotamente, la misma difusión; porque la novela —y ya se puede poner el mundo como quiera— es una historia, sencilla hasta la desesperación, de una madre gritando, un hombre suspirando, una mujer llorando y un protagonista que, ajeno al sulibello de sus perjúmenes, se toma según qué cosas demasiado a la tremenda. 

El resultado es una novela a ratos absurda, a ratos original, a ratos desesperante —a ratos interesante, también— que juega a disimular, encubrir, colar —con poco acierto, visto lo evidente del truco— un extenso poema entre otros dos (tres, en realidad) bloques narrativos, como si de un vulgar bocadillo se tratara. Así es que luego pasa lo que pasa y pasa que los reseñistas se dan de bruces contra la dificultad de recomendar algo que no saben si lo merece o no, pero que creen necesario dignificar simplemente por el hecho de ser extraño, como si ser extraño fuese una garantía y no un truco. A modo de ejemplo, he aquí unos fragmentos de la crítica del blog de Granite & Rainbow, firmada por la siempre magnánima Ainize Salaberri: “Repito mi afirmación anterior: “Como amigo” es un libro tremendamente extraño que creo no haber comprendido en toda su magnitud.” O, un poco más adelante: “No es fácil recomendar un libro como el escrito por Forrest Gander.” Y, finalmente: “Es imposible escribir una reseña de este libro. O se lee o no se lee, definitivamente.” 

Efectivamente: se lee o no se lee. (#verdadescomopuños).


lunes, 13 de mayo de 2013

“Bajo el influjo del cometa” de Jon Bilbao

Entusiasmado (vamos a dejarlo así) con el que iba a ser el primer monográfico de la nueva etapa de la revista Quimera dedicado al relato, decidí regalarme una quincena monotemática que ahora que le he cogido el gusto me resisto a interrumpir. Pero como siempre que ocurre igual pasa lo mismo, me encontré frente a una oferta imposible: seis millones de cuentistas, diez millones de libros, antologías para aburrir y la triste realidad de comprobar, en las reseñas ajenas, que los mejores son, siempre, TODOS. ¿Por dónde empezar? Ante la reciente publicación de la nueva novela de Jon Bilbao (“Shakespeare y la ballena blanca”, Tusquets) lo elegí a él, un poco por aquello de ir haciendo boca. Ya, ya... he tenido ideas mejores. 

* * * * * * * * 

Me planteo esta maratón de relatos como un simple entretenimiento. Afronto su lectura del mismo modo que afronto las lecturas nocturnas de los cuentos infantiles: como esa cosa inmediata, de placer efímero, que sucumbirá, supongo que inevitablemente, a la avalancha de más y más cuentos, los cientos de cuentos que estan por venir. Hay un número infinito de ellos esperando ser leídos, devorados y —a excepción de diez, veinte, treinta— probablemente olvidados. Afronto la lectura, pues, con la esperanza de que entre estos de hoy haya uno, sólo uno, que recompense el esfuerzo de los demás. No sé si ha podido ser, honestamente. 

El recopilatorio incluye ocho relatos de diferente extensión. A saber: el primero, “Los espías”, me ha parecido, con diferencia, el mejor. Trata sobre aburrido matrimonio que se obsesiona con sus nuevos vecinos, unos personajes que hacen cosas tan raras como rezar, hablar, besarse en el jardín, tomar el sol o ver la televisión. Ese volvernos completamente miserables como único modo de darle alguna razón a nuestra existencia. A pesar del tópico, estupendo. “Belígero” es un bailando con lobos sin indios que no merece el tiempo dedicado. “Una victoria parcial”, en cambio, ayuda a olvidar el anterior. Una pareja en crisis va a pasar unos días a una pequeña cala dónde en un tiempo fue feliz. Hoy, años después, con su matrimonio en crisis, llevan sillita de niño (con niño) en el coche y una vez allí se encuentran, varada en la arena, una ballena. Lo que me gusta de ese cuento, y mucho además, es la sorpresa de reconocer que ese componente fantástico (la ballena varada) lejos de parecer un absurdo refuerza el sentido último del relato, aquello de ser anodino, vulgar, infeliz e incapaz de tomar decisiones. Fingir que es perfectamente normal dormir junto a una ballena varada. 

Y a partir de aquí, todo cuesta abajo: 

Soy dueño de este perro” es un relato de corte fantástico sobre un perro extremadamente inteligente que quiere vengarse de sus anteriores dueños. Un auténtico peñazo de cuento. Suena a ya visto mil veces y además no aporta mucho a la literatura de perros asesinos. Quienes hemos leído Cujo creemos saberlo todo sobre este tema y seguro que nos equivocamos, pero desde luego no será este relato el que nos abra los ojos. “El mejor regalo posible” o “Ha desaparecido un niño” fueron lecturas diagonales de las que sólo es culpable el desinterés. “Un padre, un hijo”, sigue la línea descendente de los anteriores. En este caso tenemos una road movie paterno-filial que habla de amores nuevos, amores viejos y amores inevitables. Echo de menos el tiempo invertido en su lectura; veinte minutos que podía haber dedicado a cualquier otra cosa (y no me refiero sólo a follar). 

El último, “Bajo el influjo del cometa”, funciona algo mejor, supongo que porque, al ser el último, se coge con más ganas. Se repite el esquema de los demás cuentos: una situación perfectamente normal que se ve interrumpida por un acontecimiento extraordinario. Así como en los anteriores teníamos ballenas, perros asesinos, zorros amistosos, vecinos religiosos o padres enamorados aquí tenemos un cometa que, al pasar, provoca un inmenso apagón del que una población en concreto no acaba de salir. Hay una película por ahí (“The tigger efect”, David Koepp, 1996) que cuenta más o menos lo mismo: a qué nos conduce la situación extrema de no poder ver la televisión durante una semana. 

Me gusta, de Jon Bilbao, el ejercicio de centrarse en lo importante o ese deslizarse por el cuento como si realmente se tratase de tal y no de un ejercicio académico, pero lamento profundamente (es un decir) no haber abandonado la lectura de estos relatos cuando estaba quedando medianamente claro que no hacerlo iría en detrimento de nuestra prometedora relación autor/lector nacida durante la lectura de la estupenda “Padres, hijos y primates”. Ahora ya es tarde y este hecho extraordinario con forma de recopilatorio ha levantado el muro de la sospecha que sólo podrá derribar su nueva novela, de inminente lectura en este blog.


miércoles, 8 de mayo de 2013

“La vida interior de las plantas de interior” de Patricio Pron

Leo los breves apuntes que tengo sobre los relatos incluidos en este recopilatorio no sólo para refrescar la memoria sino también para buscar, si existe, un punto en común entre ellos. No lo encuentro. Pienso que el título podría ayudarme. No lo hace. Doy por jodida esta reseña que no voy a dejar de escribir. 

La anécdota de la semana es la siguiente: durante el octavo relato de los trece que componen este librito tomé la firme pero revocable decisión de no volver a leer a Patricio Pron. Puede que me pillase con el pie cambiado, pero no lo creo; en cualquier caso la sensación de perder el tiempo no me abandonó hasta el final y de ahí la fatal determinación. Lo tengo bastante claro: no volveré a leer a Patricio Pron. 

Ojo, no es una decisión que tenga que ver exclusivamente con el octavo relato; son cosas que pasan. Pero para no dejarles con la angustia, se lo voy a resumir porque como ejemplo es fenomenal y también nos ayudará a entrar en materia. A es un escritorzuelo, lector voraz, que un día abre un blog y suplanta en la red a su escritor favorito (uno de esos que venden muchos libros). B. es otro escritor, a diferencia de A. muy selectivo, que se dedica a meterse en blogs ajenos para explicarle a todo el mundo grandes verdades sobre sus grandes errores (1). Un buen día B critica al escritor —sin haberlo leído— en el blog de A, creyendo que A es el famoso escritor, y A modera los mensajes ofensivos de B, creyéndose en deuda con el famoso escritor. Es una guerra abierta. Sin embargo un buen día se conocen, sin saber quién es quién, y se hacen amigos. Nunca se cuentan lo de sus respectivos blogs (así de amigos). Otro buen día escriben un libro, lo publican, se alaban, se mienten, se reseñan mutuamente sin saberlo. Y poco más. A todo esto el escritor famoso sigue escribiendo, teniendo un hijo tras otro, ganando un premio tras otro, envejeciendo felizmente y serenamente ajeno a las hienas que se despellejan a sus espaldas, que son legión. 

Pues esto es un cuento y aunque tiene su gracia también es una soplapollez como un piano. Quiero decir que esto lo publicas en una revistilla del medio, preferentemente digital y gratuita, y tienes las risas aseguradas de todos los escritores que alguna vez han entrado en blogs anónimamente a ponerse a parir (que dicen por ahí que son unos cuantos) o aquellos que saben de otros que lo hacen. En general todas las personas del medio sentirían el impulso de reír y retuitear el enlace al relato y Pron, como escritor, se vería sobradamente recompensado porque habría llegado al corazón de aquellos para quienes lo habría escrito (al fin y al cabo, tal como decía Lars Iyer en Magma, “uno escribe […] para los amigos de uno, y menos para los amigos que uno tiene que para las innumerables personas desconocidas que llevan la misma vida que nosotros, aquellas que de manera general y aproximada entienden las mismas cosas, son capaces de aceptar o se ven obligadas a rechazar lo mismo, y que se encuentran en idéntico estado de impotencia y silencio oficial.” (cita original de Mascolo en Le Communisme)) 

Está también la sensación, maldita sensación, durante la lectura (voy a generalizar, injustamente), de que lo que ocurre en ellos tiene un efecto demasiado inmediato. Los relatos de Pron, tratan temas sin importancia o se plantean de un modo que da a entender que el tiempo dedicado a la lectura estaría mucho mejor invertido pasándole la ITV al coche, por ejemplo, que ya tiene bemoles. Yo no sé cómo es la vida interior de las plantas de interior. Supongo que aburrida. Los cuentos también. A ver si va a estar ahí la conexión. Juzguen ustedes mismos: 

El cerco es un juego, más que un cuento, muy del estilo de aquella película de Robert Altman llamada “Vidas cruzadas”, que por momentos se acompaña de un ejercicio descriptivista asombrosamente absurdo (2). “Un jodido día perfecto sobre la tierra” trata sobre un jurado de un concurso de relatos que descubre uno absolutamente genial condenado a no ganar porque aquello está, como siempre, amañado (3). En “Cincuenta y cuatro veces” es el perro de Picasso el narrador hablando de su experiencia como perro y modelo de Picasso. “Como una cabeza enloquecida y vaciada de su contenido”, utiliza un esquema similar al utilizado en “El cerco” para seguirle el rastro a una peluca hasta el principio de los tiempos (4). “En tránsito” es una historia de amor que empieza del siguiente modo: “A veces piensa que todos los buenos aeropuertos se parecen entre sí mientras que los malos lo son de formas muy diferentes.” “Diez mil hombres” es un relato que no recomiendo leer con sueño que trata sobre un escritor (¡sorpresa!) que publica algo que alguien quiere hacer pasar por real. O algo así. “El nuevo Orden de la última lluvia” lo dormí. “Trofeo de amantes que han partido” (Pron debería ejercer como titulista profesional de Mondadori) es el de los dos bloggers (5) (6). “La explicación” trata sobre un accidente y su explicación. Es, con diferencia, el más insufrible de todos los cuentos. Durante “Algo de nosotros quiere ser salvado” fui amablemente abducido por una bella mujer y lo olvidé. “Rododendro, tradescantia, tillandsia, bromeli” va de una mujer que encuentra y se queda una cartera que contiene la vida que para sí quisiera. “Algunas palabras sobre el ciclo vital de las ranas” trata sobre ¡un mal escritor! que vive debajo de ¡un gran escritor! al que admira y gracias al cual, creyendo que replica sus hábitos nocturnos, obtiene la disciplina necesaria para llegar a ser, él mismo, ¡un buen ¡escritor!. El relato se acompaña de ciertas reflexiones propias de ¡escritores! (7) “La cosecha”, el último relato, va de un actor porno con sida que se enamora de una buena mujer. Al igual que el primero y quizá por aquello de cerrar el círculo, este también se acompaña de una detallada e inútil relación de algo, en este caso actrices contagiadas (8). 

Seguro que de todos estos relatos —si uno le pone entusiasmo o siente hacia Pron cierta simpatía— se pueden extraer grandes enseñanzas o encontrar grandes virtudes que destacar, qué duda cabe, pero seguro también que esas mismas supuestas enseñanzas se pueden extraer de cuentos mejores, o, cuando menos, más amenos, menos formales, menos exhibicionistas, menos inofensivos y más de erizar el vello de la nuca o de perturbar alguna paz interior o de robar una lágrima que de rendirse a los pies de la Real Academia de la Lengua, la Gramática y la Estética. Seguro que hay cuentos, relatos, que jugando a lo mismo, no le dejan a uno con la sensación de haber elegido el libro equivocado una vez más. 


(1) Un buen día “B. decide que ha llegado la hora de darle un vehículo más idóneo a las verdades como puños que salen de su boca: entonces crea un blog en el que -con seudónimo, naturalmente- denuncia las servidumbres y los pequeños y grandes escándalos de la literatura y del negocio editorial, que él conoce bien porque es una persona inteligente y formada que lee la prensa cultural y sabe utilizar las redes sociales. No le va mal con el blog: aprende a redactar con cierta solvencia y obtiene una visibilidad que piensa que le servirá algún día, cuando dé lo que él llama «el gran salto» a la literatura de ficción.” 
(2) “Empuja un carro frente a sí y arroja dentro los productos que coge de los expositores con aire distraído. ¿Qué compra? Un kilo de arroz, dos paquetes de jamón de pavo ahumado, dos botellas de aceite, un paquete de pasta de la marca Palle, dos tarros de pepinillos en conserva, una docena de huevos de producción ecológica, tres bolsas de pan precocido congelado, dos cartones de zumo de manzana y uno de una mezcla de zumo de plátano y de cereza, tres pizzas congeladas de jamón de York y piña —que es la única combinación de sabores que a ella le gusta—, miel, un kilo de tomates, una col lombarda, unos filetes de cerdo empanados, una caja de puré de patatas deshidratado, una bolsa de medio kilo de coles de Bruselas congeladas, un kilo de zanahorias.
(3) “En una votación de tres contra uno gana el relato titulado «Una melodía para un sueño olvidado», cuyo principal mérito —comprendes tras un momento— es que la acción tiene lugar durante las fiestas del santo patrono del pueblo que organiza el concurso y el itinerario del protagonista por las calles del pueblo es riguroso y está bien documentado.” 
(4) “Aún más atrás en el tiempo, antes incluso que todo esto tenga lugar y las vidas de Chamo y del obrero chino, la mujer del médico de Dover, los amantes del piso en Noordwijk aan Zee, la anciana que salvó su peluca del incendio, Liza y el periodista de De Telegraaf y los albatros y todos los otros giren alrededor de las encarnaciones de un objeto de plástico sin ningún sentido, mucho antes de que todo eso suceda, hay un pequeño caballo hundiéndose en un pantano en algún momento del Eoceno inicial, hace algo así como cincuenta millones de años.” 
(5) “A. lee Trofeos de amantes que han partido en una noche y llora brevemente en su cama, asombrado y aturdido por la renovación de un descubrimiento. B. no lo hace, pero lee las reseñas en la prensa y, a raíz de que ya cree conocer bien sus vínculos con el negocio editorial —y los vínculos de amistad y de camaradería que supuestamente se establecen entre escritores y críticos y periodistas—, y leyendo entre líneas, determina que el libro es malo; […]” 
(6) “Aunque la crítica literaria sólo tiene importancia allí donde es legitimada por la figura de un lector reconocible y de calidad, la que realiza B. parece no caer en saco roto; es cierto que, a pesar de sus intervenciones, la literatura sigue siendo un negocio en el que sólo prosperan las hienas y los cuervos, pero esto quizá se deba a que B. no es lo suficientemente virulento, piensa éste, y redobla sus esfuerzos.” 
(7) “[…] en ocasiones ciertas personas infieren una relación unívoca entre la capacidad imaginativa y la calidad de la ficción pero omiten el hecho de que los desbordes imaginativos pueden tener consecuencias catastróficas para la calidad de lo que se escribe; y sin embargo, esa capacidad imaginativa es imprescindible en los comienzos de todo autor, lo alienta y lo sostiene y le hace creer que sus errores son aciertos y que él es o puede ser un escritor. Bueno, digamos que yo tenía demasiada imaginación por entonces […]” 
(8) “[…] la «primera generación» comprende a Stacie Candy, Desiree Slack, Ana Foxxx, Katie Persian, Martin Iron, «Gaucho» Cross y Alyssa Soul. La «segunda generación» se extrae de la siguiente lista: Stacie Candy ha trabajado con Diamond Maxxx, Filthy Doreen, Señorita Arroyo, Patricia Petit, Francesca Amore y Jocelyn Davies; Desiree Slack, con Kayla […]” 


sábado, 4 de mayo de 2013

“El joven Nathaniel Hathorne” de Victor Sabaté

Me estreno con la editorial Rayo Verde con la novelita de Victor Sabaté. Ya le tenía yo ganas. A la editorial, digo. La primera noticia que tengo de la existencia del libro es a través de El Cultural, concretamente de la inefable Care Santos. Si yo algún día escribo algo, lo que sea (unas memorias literarias, por ejemplo, de fuerte contenido erótico-festivo) y me reseña Care Santos, primero mataré a quienes le hayan enviado el libro, tomaré a sus mujeres (si las hubiere), venderé a sus hijos (si los tuvieren) y luego me suicidaré (si quedáranme fuerzas). Me cortaré las venas y me dejare ir, desangrado, sobre mi vieja colección de El Cultural, restos de un Diógenes mal curado. 

Dice Care Santos: “Un delicioso libro sobre libros, sobre leerlos, sobre escribirlos, que proclama a gritos la finalidad -¿redentora?- de la literatura y nos descubre un autor a tener muy en cuenta.” Esta es la crítica que le hace. Esta y nada más. El resto de la reseña –por llamarla de alguna manera- es ella contando lo que está leyendo, hablando de las casualidades que pueblan su vida toda ella literaria y resumiendo el argumento de ésta. Lo he pensado mejor: yo de mayor quiero ser Care Santos y que me paguen los de El Mundo por hablar del caer de la hojas en el parque y del batir de las alas de las mariposas. 

Por lo demás, estamos en lo de siempre: una crítica, a la sazón escritora, que se prenda del libro de otro escritor, joven, por culpa de una novela que habla de escritores que no escriben y que está plagado de referencias literarias y de anécdotas curiosas. Que si Borges, que si tal, que si cual, que si la invención, que si la falsedad, que si el Hawthorne y un pacto con el diablo. ¿Cuándo aprenderemos a no dejarnos embaucar? ¿Cuándo nos libraremos de la crítica complaciente de escritor a escritor? ¿A qué santo encomendamos a Care Santos?

* * * * * * * 

El argumento, de ley es reconocerlo, tiene su gracia (y es en esta gracia dónde residen casi todas sus virtudes). La primera parte es un contarnos su vida el propio protagonista; el relato detallado de su fracaso en lo literario por culpa de su tendencia a la dispersión. La falta de disciplina y talento lo arrastra a un punto desde el que es incapaz de terminar, siquiera empezar, una novela. El típico escritor de boquilla. Pues bien, este muchacho se olvida un día el esbozo de un relato en una biblioteca de Nueva Inglaterra y tiempo después descubre que ha sido plagiado por el mismísimo Nathaniel Hawthorne. La segunda parte es la narración del Hawthorne y la explicación de cómo semejante cosa es posible. Los habituales pactos con el diablo y viajes en el tiempo de rigor. La tercera parte (son 100 páginas bien aprovechaditas, ya ven) es algo así como la continuación, la aceptación del plagio, la lectura de libros de Borges, la asociación de ideas con otros plagiadores magistrales: un anecdotario literario que, según se avanza en él, hace perder fuerza al conjunto. Que acaba cansando, vaya.

(Casi) todo esto -especialmente el principio- se lee con interés y con una sonrisa en la cara: qué bonito y que gracioso el homenaje, que bien resucitar a Hawthorne, que simpático todo. Pero ya. Es decir, dejando pasar el tiempo, semanas en mi caso, va quedando en el recuerdo nada más que una cosa medio simpática y ajena a lo magistral que tiene que ver con lo de siempre: joven escritor sobre fondo de color para despistar. El resultado es el habitual: una novelita curiosa que en realidad es un cuento largo que se hace demasiado largo para ser tan corto. Cuando uno acaba aburriendo en 100 páginas… malo. Quiero decir que esto, recortadita la última parte, y calzado como un relato más dentro de una colección de ellos (antología, preferentemente, de escritores con chaqueta de punto y gafas modelo hipster) estaría bien, se aceptaría encantado e incluso invitaría a pensar que Victor Sabaté es un joven escritor a tener en cuenta en el mundo del cuento fantástico, como si estuviésemos hablando de una carrera con futuro. Así, etiquetado, Sabaté está más guapo. Pero no es el caso. Sí la promesa (hoy me siento especialmente generoso), si el interés (¿ven?) pero no todo lo demás. Ahora que lo hemos pillado in fraganti pesa sobre él la sospecha del escritor que, una de dos, o rellena o no sabe frenar, que para el caso es lo mismo e igual de malo. 

Interesante y floja, ergo insuficiente. Con razón le gustó a Care Santos.