lunes, 25 de marzo de 2013

“Saliendo de la estación de Atocha” de Ben Lerner

Sobre el error que ha sido leer a Lerner y más concretamente sobre el error que ha sido terminar el libro dichoso de Ben Lerner. Sobre odiarse a uno mismo otra vez y sobre no acabar de entender a qué viene tanta tontería. 


Meterla Doblada, una introducción 

He aquí el par de razones que me llevaron a leer esta novela (*) (o la culpa siempre es de los demás): 

Razón number one: Frazen, Auster, Ashbery y la puta faja que los parió: “Hilantante y endiabladamente inteligente”, dice Franzen; “Absolutamente entrañable”, dice Auster; “Extraordinaria”, dice Ashbery, haciéndose el tonto. 

Ya tenía que haber sospechado algo con ese apelar al absolutismo por parte de Auster. Absolutamente entrañable podría ser el osito de mimosin, el perrito de scottex o el gato con botas, si me apuran, pero no un fumado americano en lo alto de un tejado madrileño. Eso es absolutamente imposible. Por otro lado (pero esto lo descubrí una vez terminada la novela) la afirmación de Hilarante que escupe Franzen dice muy poco en favor de su sentido del humor (algo que ya suponíamos cojo de alguna pata). Y por último, en el caso de Ashbery, que para los que no lo sepan es un poeta al que Lerner dedicó un ensayo enterito, es fácil ver la relación: su nombre aparece once veces en esta novela, uno en los créditos y cuatro en los agradecimientos. Si yo fuese Ashbery también creería que este libro de Lerner es lo siguiente a extraordinario. 

Razón number two: Lector Malherido (desenfajado). Hubo un tiempo en que mi fe en Malherido era inquebrantable. Donde hubo fuego, cenizas quedan y yo me dejé llevar porque uno también se cansa de tirar. De su reseña me quedé -como hago siempre, y así me va- con todo lo bueno. Hablaba de romanticismo tolerable, inteligencia extraordinaria, ligereza compositiva (¡) o de la honestidad y el encanto de lo imperfecto, último punto este que, así como sin quererlo, valida casi toda la narrativa existente, incluyendo la saga Dragones y Mazmorras. No estuve atento, sin embargo, al párrafo fundamental, aquel que pudo haberme evitado el disgusto y por mi mala cabeza no lo hizo: “La novela de Ben Lerner no es gran cosa, en principio; no trata asuntos graves ni cuenta con una trama imaginativa o mínimamente ingeniosa; ni siquiera sigue la tradición artesana de la literatura de su país, esa novelística impecable en su estructura dramática, pues en una página estamos en Madrid y en la siguiente en Granada o Barcelona, sin otro motivo justificador que el hecho de que Ben Lerner anduvo seguramente por allí y quería sacar estas ciudades en su libro.” 

De lo que se deduce que si camina como un pato y grazna como un pato seguramente sea un pato, pero eso sí, un pato inteligente, hilarante y entrañable. Un pato extraordinario, en definitiva. 


* * * * * * * * 
Otro día que venga más a cuento podemos hablar de la Inteligencia que, junto con la Profundidad, es uno de mis criterios críticos favoritos. Cuando leo que una novela es inteligente siempre me pregunto lo mismo: exactamente, ¿a qué nivel de inteligencia nos referimos? ¿Cómo es una novela no-inteligente? ¿Cómo distinguir unas de otras? ¿Acaso no es un poco gratuito decir que una novela es INTELIGENTE, así, sin más? Quiero decir, ¿qué hace que una novela sea inteligente? ¿Y en que se traduce? ¿Nos hace más listos a los lectores? ¿Podría hacernos más guapos, también? Y voy más lejos: ¿puede una novela ser más inteligente que su escritor? ¿Sueñan los poetas con novelas inteligentes? 

(De la profundidad ni hablemos, pero citemos a Lerner; démosle sentido a este post: “lo más cerca que había estado de tener una experiencia profunda del arte probablemente era […] una experiencia profunda de la ausencia de profundidad”.) 
* * * * * * * * * 

Esa cosa que debería ser la reseña 

Por aquello de hablar un poco del libro les voy a resumir de qué va. El protagonista es un joven americano que viene becado a España a escribir unos poemas (proyecto poético, le dicen) que tienen algo que ver con la guerra civil. No queda muy clara la cosa seguramente porque son poemas de libre interpretación. Pues bien, la novela es este muchacho pasando de todo. Literalmente. Se levanta, fuma, cafetea, toma pastillas blancas para favorecer el atontamiento y se echa a la calle a verlas venir. De vez en cuando plagia algo (las becas no se ganan solas): traduce, recorta, pega, descontextualiza y a ver si cuela. Y sí, cuela, porque pocas cosas hay más tontas que un poeta madrileño haciéndose el interesante: “Me dije que daba igual lo que hiciera, daba igual lo que hiciera cualquier poeta, los poemas constituirían pantallas sobre las cuales los lectores proyectarían su propia fe desesperada en la posibilidad de la experiencia poética, fuera lo que fuese, o les darían la ocasión de llorar su imposibilidad.” 

Al igual que para el terrorismo (la aventura coincide con el atentado de Atocha) también hay tiempo para el amor: tiene el muchacho una facilidad para enamorarse sospechosamente relacionada con la erección del momento. “Bebimos y fumamos hasta vaciar la botella y luego nos fuimos a la habitación y echamos un polvo rápido y me enamoré perdidamente.” […] “Un poco antes de las diez sonó el timbre y bajé a la calle y me encontré con Teresa. Me besó en los labios y me enamoré de ella.” A mí a los quince me ocurría exactamente lo mismo. Quiero pensar que esto no es a lo que se refieren cuando hablan de novela profundamente inteligente. Quizá sea a este otro momento Nespresso.: 
El gato seguía en el sofá rojo, parpadeando. Aunque no me había movido ni había hecho ruido, Teresa sabía que estaba despierto y, con el teléfono encajado entre la oreja y el hombro, me trajo un café; no había oído la cafetera. No supe interpretar su sonrisa. No podía creerme lo bueno que estaba el café. Regresó al escritorio y yo me senté y me terminé el café e intenté escuchar su conversación; decía algo de una entrega o un envío; quizá sí trabajara para la galería. Después del café fui al baño y abrí el grifo de la ducha y cagué y me tomé una pastilla blanca y luego me metí en la ducha. La alcachofa era compleja y podía ajustarse la textura del agua de varias maneras. Por alguna razón, más que ningún otro objeto del piso o el piso en sí mismo, me hizo sentir que la riqueza de Teresa era ilimitada. Me di cuenta de que no había bebido agua, solo café y alcohol, desde hacía tanto tiempo que me asusté. Abrí la boca y dejé que se llenara de agua y tragué. 
La novela está plagada de experiencias vitales de este calibre. Cierto es que hay mejores momentos, algunos probablemente inteligentes, y que tiene su gracia ser observado y analizado con bastante acierto por un extranjero, pero la novela no deja de ser el relato del ir y venir de un perfecto gilipollas. Uno de tantos. 
Era incapaz de conseguir un café en ese país, no digamos ya de comprender su guerra civil. No había visto la Alhambra. Era un mentiroso compulsivo, bipolar, violento. Era un americano de verdad. Nunca iba a aplanar el espacio ni a hacerlo añicos. No había visto El pasajero, una película que yo protagonizaba. Era un fumeta, puede que un alcohólico. 
Debe atentar contra alguna ley física que la trayectoria de un cuerpo sea siempre descendente, pero eso es lo que algunos parecen empeñados en querer demostrar. Me refiero, por supuesto, a Mondadori y su querencia por lo prescindible. Como dice Iago Fernández, crítico de El Sindicato (el Suplemento Cultural Juvenil de Mondadori), LEANLO (si quieren, añadiría yo) pero luego no me echen a mí la culpa. 


Y telón 

Cuenta Kundera en “El telón” que en una ocasión recomendó a un amigo, un escritor francés, que leyese a Gombrowicz. Cuando volvió a encontrárselo, éste estaba algo molesto porque no le había entusiasmado. ¿Qué has leído?, le preguntó Kundera. Los hechizados, contestó. ¿Los hechizados? ¿Por qué elegiste Los hechizados? Kundera se sorprende porque esa es una novela de juventud que Gombrowicz escribió y publicó por entregas en un periódico polaco antes de la guerra. Gombrowicz, en Testamento (una conversación con Dominique de Roux en la que comenta TODA su obra) no dice ni una sola palabra de Los Hechizados. Ni una. Así de en tan alta estima la tenía. ¡Tienes que leer Ferdydurke! ¡O Pornografía!, le dijo Kundera. El amigo, el escritor francés, lo miró con melancolía: “Amigo mío, la vida se acorta ante mí. He agotado la dosis de tiempo que tenía guardada para tu autor”. 


Quizá Ben Lerner sea un escritor de una inteligencia prodigiosa, capaz de elevar el coeficiente ajeno a golpe de chascarrillo, quizá haya escrito la mejor novela generacional de la década, quizá el suyo sea el retrato más perfecto de la apatía que nos consume, y quizá estén por venir sus obras maestras, pero aquí servidor ha agotado la dosis de tiempo que tenía reservada para ese autor. 

¡Siguiente!



 (*) "Saliendo de la estación de Atocha", Ben Lerner, Mondadori, 2013 - Traducido por Cruz Rodríguez Juiz

viernes, 22 de marzo de 2013

“Tierra” de David Vann

Hagamos un repaso a la traumagrafía de David Vann.

(Uno) El tipo escribió Sukkawn Island para hacer algo con los demonios que lo atormentaban desde la infancia. De chaval su padre lo invitó a pasar un año en Alaska, él no quiso y el viejo se suicidó. En la novela un niño de más o menos la misma edad viaja a Alaska para pasar un año con su padre en una cabaña que hay en una de las muchas islas de la zona. También aquí hay tiros. La novela fue publicada en 2010 por Alfabia. 

(Dos) Mondadori, viendo el filón, debió comprar los derechos del siguiente parto y en 2011 publicó Caribou Island, una novela a la que en 2011 nos tiramos de cabeza (sin protección) todos aquellos que habíamos disfrutado de la anterior. Caribú Island también está basado en hechos reales. En ella un imbécil de cierta edad se lleva a su abnegada esposa a un islote miserable en el centro de un lago en Alaska para construir una mierda-cabaña. Tienen dos hijos más tontos que calabazas que vagan por la novela con sus miserias a cuestas, quizá para dar un poco más argumento a una cuestión que de otro modo se quedaría en nouvelle. Pena de exceso. La novela dedicaba demasiado tiempo a narrar un calentón del yerno cuando lo realmente interesante estaba en la parte de la historia que se centraba en los dos viejos. 

(Y tres) Y ahora, sólo un año después, Tierra (*) a la vista. Y otra vez Mondadori. Nos dejamos de islas, nos dejamos de lagos, de islotes, de glaciares; abandonamos Alaska en patas de los caribús y nos vamos, con Vann, al sur, ¡a la soleada California!, a una granja igualita igualita a la que tenía su familia y en la que su abuelo se entregaba al maltrato antes de pegarse un tiro o lo que sea que hagan en esa parte del mundo para acabarse la vida. 

Galen, el protagonista, es otro perfecto capullo (si a Vann hay que reconocerle algo es la capacidad de crear personajes odiosos). A través de él asistimos a la pelea que libran su madre y su tía por la herencia de la abuela, una vieja que no tiene todavía mucha pinta de cascar. Una cuarta parte de la novela es la habitual lucha a muerte por hacerse con un fideicomiso. En su mayor parte, prescindible. Otra cuarta parte es Galen masturbándose o follándose a su prima. El resto es David Vann en Modo Stephen King: una madre, un garaje y una ida de olla total. En general, demasiadas páginas (otra vez). De hecho, la primera parte de la novela existe únicamente para llevar al lector al error, hacerle creer que sabe quiénes tienen la razón y quiénes la han perdido, porque llegado un momento, casi todo lo que hemos visto, absolutamente (casi) todo deja de tener importancia.

Novelar cada puta rama de tu árbol genealógico da para mucho si la mitad está como una cabra. Esto lo digo porque esta nueva novela se vende como el análisis que el propio Vann hace de sus recuerdos y de la rabia que siente hacia su madre. También como homenaje a un abuelo que se le suicidó (y Vann...) y, bueno, todas esas cosas tan terribles que le han pasado al escritor y que supongo iremos descubriendo poco a poco.  

Resumo el resultado: media novela es un peñazo de historia que no conduce a ninguna parte, que sólo sirve para llevar al lector a engaño y ganarlo para la causa a golpe de efecto sorpresa. El resto es la locura desatada de uno de los personajes; el relato de su obsesión y el subsiguiente maltratamiento de la cosa materna. Mucha carpintería, también, como viene siendo habitual en Vann: un continuo transportar tablones bajo de un brazo, clavarlos con puntas enormes, encajarlos en el suelo y también cavar, cavar, cavar, que por algo se llama Tierra.

Una pena este chico, Vann; con lo que prometía, y que prontito nos lo han desgraciado.




(*) Mondadori, 2013. Traducción Luis Murillo Fort

lunes, 18 de marzo de 2013

“La mujer de sombra” de Luisgé Martín

Se ve que la palabra sombra debe ser ahora sinónimo de folleteo. La prueba: “50 sombras de Grey” (y segundas partes y terceras partes y lo que te rondaré morena) y “La mujer de sombra” van de lo mismo sin ser ni remotamente lo mismo. Todo son diferencias, en realidad. La fundamental -al menos la diferencia fundamental a la que yo puedo hacer referencia sin pecar de nada- es que leyendo una te lloran de pena de los ojos mientras que con la otra, no. 

Luisgé Martín, en una charleta que tuvo con Jordi Costa y Aixa de la Cruz en el primer número de Diario Kafka (uno que trataba sobre la Pornografía), dijo lo siguiente: “Cuando estuve escribiendo la novela me producía una cierta hipnosis, más allá de los componentes estrictamente eróticos, el ser consciente de que había personas en la otra punta del mundo o en Madrid mismo que estaban follando con su chica o manteniendo relaciones sadomasoquistas, lo que fuera, sabiendo que 500 o 2.000 personas estaban mirándolos. A mí con todo este tipo de cosas se me dispara la imaginación literaria.” Yo, que soy de natural avispado, me quedé con la copla y le abrí expediente por si un día tocaba la flauta, me leía la novela y quería sacarlo a colación de algo. Bueno, pues aquí está, aunque sea a colación de nada. El chiste sería que la imaginación literaria de Luisgé Martín tiene un extraño proceder. Utilizar el porno para escribir tiene su mérito, no hay duda, y es que en según qué circunstancias resulta digno de elogio no llevar a la bragueta la mano que tiene que ir al ratón.

Les resumo la película: un amigo le confiesa a otro que tiene una amante, que le va el sado, que él hace de esclavo y le parece maravilloso, que le mete cosillas por el culo, le pone collares de perro, lo tiene lamiendo intersticios. Los quehaceres propios de un sujeto sufriente aplicado a la dinámica del coito sin consumación. En lo mejor de la cuestión el muchacho se muere de accidente natural. El amigo, el confesor, un acomodado liberado laboral que trabaja por afición (gran trampa de la novela), siente curiosidad por aquello y se dedica a ir tirando de un hilo que termina en matrimonio con la susodicha sin saber ésta cómo ha podido tener la suerte de dar con este hombre tan amable, guapo, inteligente y atractivo que la vuelve tan loquísima que le quita las ganas de fustigar. Ahora son caricias lo que antes eran hostias. Él se quiere subyugar sin levantar la perdiz pero ella no hace amagos de retomar viejos hábitos y toda la novela es él dando por culo figuradamente por no acabar de tener lo que había ido a buscar. Y de ahí al infierno de la perversión hay un paso tan pequeñísimo que da hasta vergüenza tender un puente. 

Más allá del argumento está la apasionante cuestión de documentar el asunto: entrar y salir de web, chats, y sex shops. Ante todo, profesionalidad. Duchas de agua fría si a uno aquello le va y si no le va, terapia de choque. De ahí que la novela se recree en el asunto del amor carnal en sus muchas variantes tratando quizá de demostrar no sé bien qué. El protagonista, enfermo de una tontería la mitad de las veces muy poco creíble, mata el exceso de ocio a golpe de pornowebs: que hay quien lo hace con animales, con la familia o con los hijos adolescentes de los demás. No es pólvora, lo que descubre. Y este absurdo descenso a los infiernos del placer entiendo que ha de ocultar alguna enseñanza más allá de la advertencia de que la práctica engancha, algo que, por otro lado, ya traíamos sabido de casa. La trama es la excusa para que no suene a documental.

La novela es un visto y no visto, todo hay que decirlo, y la tensión es un crescendo insoportable de puro repugnante, que es llegar al final con la arcada en la boca. Valor no le falta, a Luisgé, con registrar el detalle de ciertas cuestiones y el mérito de no hacer insufrible la novela con tanto follar es todo suyo. Ahora bien, el exceso está ahí, es evidente, salta a los ojos, y todo para qué. Todo para nada, me temo. O sí, quizá sí, quizá para demostrar que se puede hablar de sexo con un poco de gracia y calzando un asomo de intriga sin caer en la tontería moralista de ciertas noveluchas. Lo digo como cumplido, pero cumplido de lo inmediato; que nadie espere llevarse esto a la cama durante un mes si no es para recrearse con ciertos  pasajes. Es, en cualquier caso, un soplo de esperanza para aquellos que dábamos por vendida a Madame Aburrición la cuestión sexual en la literatura.


martes, 12 de marzo de 2013

Una reflexión en torno al Buenismo

Adoro que me hagan preguntas para las que no tengo respuesta. La última la formuló un anónimo en el post: ¿Por qué no hay más blogs de “simples aficionados” que escapen de esos dos males, el buenismo y la ausencia de criterio? 

Esto venía a cuento de lo siguiente: en la misma reseña en la que se formuló la pregunta (Glaciares” de Alexis Smith) se planteaba, indirectamente, en los comentarios, la cuestión acerca del buenismo en la crítica literaria que se lleva a cabo desde la blogosfera. Alguien (Amelia Noguera) planteaba que quizá fuese hora de que las editoriales dejasen de regalar sus libros, esto es, que creía que una parte importante del buenismo tenía su razón de ser en el agradecimiento. Intolerable. E innecesario puesto que, al igual que la mentira, la honradez se puede pactar (en el buen sentido de la expresión). Desde mi corta experiencia personal puedo asegurar que los libros no dejan de llegar a pesar de las malas críticas que se les puedan hacer. Lo digo por si interesa. De todos modos: joder, será por libros. 

En cualquier caso lo planteado por Amelia sólo da respuesta a un parte de la cuestión. Me pregunto qué pasa con los otros. (Vaya por delante que no trato de cuestionar la generosidad de las editoriales, que al fin y al cabo no hacen otra cosa que su trabajo). Barajo, y me ayudan a barajar, en público y privado, aportando varias posibilidades no excluyentes, las siguientes razones: 

1. Que hay “todo un mercado y sistema literario montado detrás que se basa en la apariencia y el engaño de un grupo de notables que apenas si se inmuta ante nada porque no está pensando hacia los lectores, de hecho, más bien, ese grupo desprecia a los lectores de a pie.” (Anónimo dixit). Y sí, es cierto: hay un desprecio hacia el lector de a pie que es palpable desde el minuto cero. No estar dentro equivale a estar fuera. No hay medias tintas. Por otro lado, es de agradecer. 

2. La práctica de reseñar únicamente libros buenos, algo que cae por su propio peso cuando uno ve cómo se reseñan algunos. (El post anterior vuelve a ser un ejemplo perfecto de esto). Pero ahí está. Pasa mucho eso de preguntarse “por qué hablar de un libro que no te ha gustado (o te ha gustado poco)”. En mi opinión la respuesta debería ser la misma que a la pregunta contraria “por qué hablar de un libro que sí te gustado”. ¿Para ejercer una crítica crítica, quizá? Resulta sorprendente lo poco que cuesta decir que determinada película es una mierda y en cambio cueste tanto hacer lo propio con la literatura, como si el esfuerzo de tres personas mereciese mucho más respeto que el esfuerzo de doscientas. 

3. Existe la idea absurda (nótese la fina ironía de la cursiva) -que comparto al 100%- de que hay un grupo numeroso de blogs cuyos reseñadores son aspirantes a publicar. En Facebook esto se ve mucho y en algunos casos da auténtica vergüenza ajena leer según que cosas. Ejemplo: pienso en una persona que acostumbra al elogio desmedido de cierta editorial (editoriales, si me apuran y si no me apuran, también). Esa personita, tras muchas felaciones, compartió no hace mucho en Facebook la felicidad de acabar la novela y enviarla a ya suponemos todos quién esperando seguramente nada o un poco de sinceridad (je). Ya supongo que no es la excepción. Yo tengo poca gente agregada en Facebook porque soy más de leer los posos del café pero no me quiero imaginar todo lo que me pasa ante las narices y no veo o sí veo y no me entero (que también se me da bastante bien). 

4. Corporativismo. No iba a ser el mundillo literario la excepción de esta práctica tan extendida. Supongamos que soy escritor (supongan también mi arcada queriendo salir) con blog que un día publica un libro, lo promociona, lo vende… En fin, la mecánica habitual. Supongamos ahora que en la próxima feria del libro de Teruel me toca sentarme a la derecho del pollo que ha escrito ese libro tan malo que puse a parir hace poco. Y puestos a suponer, supongamos también que la semana que viene tengo un congreso de blogs literarios donde me toca departir con Fulano, Mengano y Zutano, que me tienen ganas porque también a ellos les di cerita en su momento. Ahora supongan a toda esa gente detrás de un blog esperando que caiga mi puto libro en sus manos. Y yo en Babia creyendo que mi próxima novela se la coloco a Mondadori de puro promotable. Que igual sí, oye, pero igual no. 

5. Es un tanto simplista recurrir a la frustración (temazo) como razón para las malas reseñas pero aquí nos ha gustado siempre mucho simplificarlo todo. Enrique Rubio, con su habitual visceralidad, arremete contra todos: los buenos, los malos y los peores reseñistas. Aquí no se salva ni el tato (no digamos ya Patricio Pron). “[..] una reseña responde al prejuicio del lugar de origen, la nacionalidad o la edad del autor. También existen blogueros que llevan dentro un escritor frustrado y que sistemáticamente ponen a caldo todo aquello que sea escrito por un autor nacional más o menos de su edad y glorifican los clásicos porque ya no suponen ningún peligro. Y en el peor de los casos, una mala reseña responde solamente a que el autor te cae como el culo, a su físico mediocre o simplemente a cómo te suena su nombre. Y cuando son buenas, un 67,9 % responden a un interés personal del crítico con el autor, cuando no por pura amistad (la amistad en literatura se reduce a intereses editoriales y enemigos compartidos) y un 32,1% responden a una moneda de cambio por la publicidad de la editorial en el medio (cuando no porque medio y editorial son del mismo grupo y todo responde a una mamada a su propia polla).” (Link)
Enrique tiene la solución; extrema, según su costumbre: “Yo propongo airear el odio, el prejuicio y el instinto depredador por aquello de desenmascarar la realidad [y] por aquello de salir de la rutina biempensante y mentirosa.” Lo dicho: un hombre de extremos. 


Volviendo a la pregunta inicial: ¿Por qué no hay más blogs de “simples aficionados” que escapen de esos dos males, el buenismo y la ausencia de criterio? 

Ni puta idea. Supongo que porque a los que no escriben, editan o traducen (o fantasean con hacerlo) todo esto de la crítica y el mundo literario se la trae floja y pendulona o les parece tal soberana estupidez que ni cinco minutos le dedican. Quizá, si acaso, comentan de vez en cuando en algún blog tipo este. 

Se deduce, por exclusión, que el resto sí tiene intereses por lo sospeche que deben cuidarse muy mucho de decir según qué cosas o caer en según qué verdades como templos. Yo mismo, por ejemplo, dejé de criticar algo criticable, condenable, ajusticiable, sólo porque una de las partes afectadas era o había sido un viejo amigo y también porque algunas cosas no se pagan con cincuenta euros (la idea era publicarlo en Diario Kafka). Quiero decir que si yo, que vivo en la periferia más periférica y presumo de ejercer la independencia más independiente, si yo, insisto, que voy del rollo “a mí no me importa nada”, acabo cayendo en esto, ¿en que no caerá uno que tiene que verse la cara, día sí, día no, en directo o en diferido, con este, con el otro, con el de más allá? Que nadie se equivoque: no hablar de los libros malos no es una política crítica sino una vulgar excusa.

Creo sinceramente que el escritor (o el editor) debería dejar de ejercer la crítica, al menos mientras no sea capaz de romper la actual dinámica casposa e interesada. Y creo también que el lector de a pie -el único que parece tener la capacidad suficiente de abstraerse de los intereses empresariales- debería dejarse de hostias y de pamplinas y baboseos y peloteos y mamoneos, y si va a ejercer y practicar la crítica crítica literaria que se asegure de que ésta resulte, como poco, creíble. Todo lo demás es basura, luces de neón y publicidad barata (léase twitter) y a sus artífices, los críticos amateurs, toda vez que se demuestran inútiles como tales, más les valdría reciclarse en escritores inéditos y perder así el tiempo en sí mismos, evitando al menos que nosotros lo perdamos con ellos. 



viernes, 8 de marzo de 2013

“Glaciares” de Alexis M. Smith

Estimado Sr. Tongoy: es usted un impresentable, además de un perfecto imbécil.” 

Así se presenta Alexiana, una fan de esta indigesta Medicina. Su email, que me llegó hace unos días, no tiene desperdicio:

Perdone que sea tan directa; quería llamar su atención y asegurarme de no acabar en su papelera de reciclaje. Deje que me presente: no soy nadie, pero puede llamarme Alexiana. No tengo blog; no soy escritora, ni editora, ni tengo absolutamente nada que ver con el mundo de la literatura. Sí soy, en cambio, seguidora suya, que no admiradora. Eso, ni remotamente.” 

En este punto Alexiana me larga un rollo macabeo sobre cómo me descubrió, sus primeras impresiones, sus segundas impresiones, sus terceras impresiones, sus cuartas impresiones y un largo etcétera de impresiones. El infierno es Alexiana hablando de mí. Me salto esta parte y voy directamente a lo que interesa. 

[…] Déjeme ir ahora al verdadero motivo de este correo. Como le decía, quiero replicar el siguiente mensaje que puso usted en Facebook esta noche: Algunas novelas parecen escritas para recibir palizas. Por mí que no quede.”  [El mensaje hacía referencia a Glaciares].

No entiendo esa manía suya por Alpha Decay (y esto lo dice alguien que no disfruta especialmente con sus libros, a excepción de "Setenta Acrílico...") ¿Sabe lo que creo? Sospecho que ha leído usted Glaciares para resarcirse del comentario que los editores le hicieron en twitter. Ya sabe: que no se molestase usted en leer nada más de ellos; que no lo entendería. Lo que sí está claro es que no ha entendido usted la novela. Deje que se la explique. 

Glaciares, es una novela absolutamente maravillosa que trata de una mujer enamorada que no sabe cómo enfrentarse a ese amor que la supera. La autora consigue atrapar la esencia de las cosas pequeñas y vislumbrar el alma de la vida de dos jóvenes que cruzan un mundo frenético y despiadado cual dos satélites perdidos en el tiempo y el espacio. (1) Es una novela aparentemente sin pretensiones que al terminar se parece mucho a esas tormentas de verano que parecen dispuestas a acabar con la futura sed del mundo. (2) La infancia, los recuerdos, el amor, el discurrir del tiempo como un enorme glaciar desgajándose y una historia de deseos que empieza con una imagen, con un deseo de colores flotando en una postal de Amsterdam, a pesar de que ella nunca ha estado en Amsterdam. (3) Cada capítulo de Glaciares es una fotografía de un recuerdo, un anhelo, un sueño o un árbol. La voz de Smith se detiene en los detalles que pasamos por alto en una primera mirada, compone un mundo donde la protagonista intenta descubrir su lugar en el mundo, las emociones que le habitan, la verdad de un amor, las decisiones a tomar cuando nos encontramos en una encrucijada de caminos. (4) Se suele abusar mucho de la expresión "una pequeña joya" aplicándolo a diestro y siniestro. Y a mí, como expresión no me gusta. Pero en este caso no puedo evitar utilizarla. (5) ¿Cómo no puede estremecerle algo como esto: 

"Ella escucha. Ambos leen. Se oye el ruido del periódico entre los dos cuando vuelven páginas y las pliegan y evitan con cuidado tocarse. Entonces, se oye el trasiego de los compañeros que llegan; los pestillos que descorren y pisadas. Su mañana ha terminado. 
Es hora de despertar, piensa Isabel. Cierra los ojos y respira hasta lo más profundo de sus pulmones. 
Quiere que él quiera mirarla." 

* * * * * * * * 

Ya me cansé de la broma. ¿Quieren saber qué es realmente Glaciares? Dejen que se lo explique. 

Hay un ser humano en Goodreads que dice que esta novela le gusta por varias razones. A saber: 1. Es una historia de amor centrada en empleados de la biblioteca. 2. Está situado en un lugar donde ha vivido. 3. Hay un hombre con barba. 4. Contiene la mención de postales y cartas de amor. 5. Contiene un buen vestido de fiesta. 6. Es corto. 

Sí, ya supongo que no todo el mundo es así, pero también que esta buena mujer no es la única que utiliza semejante vara de medir a la hora de valorar. Cuatro de cinco estrellas, le da. Cuando alguien trate de convencerles de lo acertado de su lectura alegando la buena puntuación que esta novela tiene entre el público en general, acuérdense de esta individua. 

Glaciares narra, en primera persona, un día concreto de una joven bibliotecaria llamada Isabel que vivió en Alaska en su infancia y ahora lo hace en Portland, en compañía de un gato. La autora de la novela, Alexis, también: también tiene gato, también creció en Alaska, también vive en Portland, también es bibliotecaria. Muy Alpha Decay, todo. 

Glaciares es una tonta historia de amor, y punto pelota. Lo es. Cuenta la historia de una joven que vive enamorada hasta las trancas de un compañero de trabajo, relativamente nuevo, que viene de hacer la guerra en Irak, como otros venían de hacer las Américas. La cosa es ella queriendo invitar a una fiesta al muchacho para tener tema con él, pero en plan guay, porque nuestra heroína es una joven dulce e inteligente, no una vulgar chupapollas. 

La novedad, de haberla, estaría en darle a esta historia una perspectiva hipster: joven moderna e independiente y muy amiga de comprar en tiendas de ropa de segunda mano (Viola de Grado revisited) ama amorosamente a soldadito. La cosa tiene tela porque acaba siendo ella llorando por él que se embarca otra vez, ahora que, al fin, le había robado un beso. No-me-jodas. ¿Y esto es moderno? ¿En serio? ¿Es moderno la niña esta comprándose un vestido precioso de morirte y mirado hermosas postales de amor de Amsterdan, la tierra prometida? Europa en el horizonte y un hombre besando a una mujer antes de irse a la guerra es absolutamente postmoderno, sin duda, casi tanto como una película porno en la que los actores no se quiten las gafas de pasta.

Tengo que reconocer que me alegra comprobar que lo de escribir y publicar chorradas y hacerlas pasar por supuestas maravillas no es exclusivo de esta nuestra patria; que también se da, por ejemplo, en Italia o en  Portland.

Tiene su mérito dar con esta gente; eso lo concedo. Todo lo demás, no.




martes, 5 de marzo de 2013

“Correspondencia” de Bernhard y Unseld

Para los que no sepan de qué va la película: este libro es una cuidada selección de la correspondencia entre Thomas Bernhard y Siegfried Unseld, su editor. Es un libro que habla de editores y escritores, de cómo trabajan juntos y qué hacen en su tiempo libre. Habla de la creación. Del genio, habla. Es un libro que demuestra muchas cosas. Es un libro que desenmascara, también. Pienso, por ejemplo, en casi cualquier escritor actual, nacional o no, especialmente

Este libro es de lectura imprescindible para todos aquellos escritores que crean realmente ser alguien, que crean ser algo o simplemente que crean ser. A ellos, y a sus madres y a sus padres y sus hermanos y a sus hijos y a sus amigos y a sus editores, a todos aquellos, en definitiva, que les han hecho creer lo que no son, que no contentos con darles esperanzas también les han puesto alas, a todos ellos les dedico esta reseña.


* * * * * * * 

Sigo mi propio camino” es una gran frase. Se la dice Bernhard a Unseld al final de la primera carta que le envía, aquella en que le dice que quiere trabajar con él. Es una frase que, a medida que avanzamos en la lectura de esta correspondencia, va ganando en importancia pasando de ser una declaración de intenciones un tanto chulesca a una actitud frente al mundo y sus pobladores. “Sigo mi propio camino” no es una frase que pueda decir cualquiera. De hecho es una frase que no puede decir casi nadie. “Sigo mi propio camino” es el acto de valor que muy pocos escritores tienen, merecen o del que pueden presumir, porque para que uno siga su propio camino -y alcance el reconocimiento que alcanzó Bernhard- tiene que ser muy bueno. Tiene que ser jodidamente bueno. Tan bueno como para ser capaz de decir algo como esto y tener razón: “La gente no debe sentirse impresionada por mi obra, sino que esta, de forma totalmente injustificada, debe ser reconocida como obra de arte.” Y así hasta la muerte. 


ESTUPIDIFICACIÓN 

En este libro, además de aburridos pormenores económicos del tipo tú me prometiste, tú nada me diste, todo eran palabras, dejo de quererte, devuelveme la pasta, etc, además de todo esto, decía, hay una lucha constante de Bernhard contra todo, básicamente. El mundo es su enemigo y todo su objetivo se centra en conseguir el reconocimiento y es prestigio que merece (o cree merecer) y el dinero que debe acompañar tamaña virtud. Para que quede cristalino repite hasta la saciedad dos cosas: primero, lo bueno que es él; segundo, lo malos que son los demás (y a ver a santo de qué viene hacerle tanto caso a tanto inútil). 

Estoy ahora en una montaña, no en Ohlsdorf, porque la concentración es para mí importante y el cartero me ataca los nervios, ya que no me trae a casa más que ridiculeces que me indigna, un montón de papel estúpidamente impreso como si el destinatario fuera idiota. ¿Podría responderme la pregunta de por qué los editores publican rápidamente lo que gente muy joven escribe en muy poco tiempo, sin ningún esfuerzo, sin ningún genio y de forma muy estúpida? (Thomas Bernhard, pág.117) 

Ridiculeces. Juventud. Estupidez. La vida misma. Cierto es que Bernhard nunca ha pecado de morderse la lengua pero en la intimidad (una intimidad relativa, como veremos ahora) tiene arrebatos absolutamente geniales de puro crueles. Algunos de sus peores momentos (o mejores, según se mire) los pasa durante la escritura de Corrección, un libro que por haches o por bes tarda una eternidad en ser editado, que si no es que no le gusta la luz de septiembre es porque no le gusta la de marzo y todo es estar disconforme y reclamar sus derechos y exigir lo mejor a cambio de lo mejor y entre tanto Corrección se dilata, se genializa y según avanza soporta cada vez peor las imposibles comparaciones a las que lo somete Bernhard. 

“Por lo que se refiere a Corrección, es un trabajo de cuatro años y habría que acometerlo realmente con cabeza, pero me temo que usted deje pasar este libro como cualquier otro, ¡y todos esos libros que se hacen ahora no son más que un montón de basura de estupideces! ¡Contra eso me rebelo y no quiero tener nada que ver con ese proceso actualmente evidente de estupidificación!” 

Se mantiene durante la lectura la sensación de que las cosas no acaban de cambiar. Que siempre más de lo mismo. Que hace cuarenta años, como hace diez, como ayer y está entre su lucha diaria recordarle una y otra vez a su editor, que como él, como Bernhard, no hay otro. 

“Esa broma me permite también decir que la producción literaria de hoy, en conjunto, ha llegado a su punto más bajo y alcanzado su peor gusto desde hace años. Confío en que usted lo considere también así. No se publican más que cursiladas y basura sin pies ni cabeza, lo que después de tantos años resulta deprimente. Los escritores son estúpidos sin arte y los críticos charlatanes sentimentales. Yo mismo me mantengo vivo en un ambiente de envidia y odio mediante un trabajo ininterrumpido. Esta vida me resulta realmente el mayor de los placeres.” 

Voy terminando. La intimidad de la que hablaba antes la califiqué de relativa porque hay, durante la redacción de esta correspondencia, una intención clara de llevarla a ser algo más que un conversación privada entre un escritor y su editor. Está esa creencia en la grandeza de uno (Bernhard) y otro (Unseld) lo que permite al primero fantasear con la idea de llegar a ser algún día objeto de estudio: “Me imagino lo que los futuros adeptos del estudio de la historia de la literatura y de la edición dirán al leer nuestra correspondencia.” Me quedo con las ganas de saber si hoy en día, en este momento, habrá algún escritor de la talla de Bernhard y algún editor con la paciencia cuasinfinita de Unseld, cruzando correos de este tipo. Sospecho que no (por eso me compré el libro). Si ya cuesta creer que haya por ahí sueltos un Unseld y un Bernhard, cualquiera aspira además a tener un rastro escrito.




P.D. Selección y traducción de Miguel Saenz. No podía ser de otra manera.

viernes, 1 de marzo de 2013

“Artefactos” de Carlos Gámez

Odio las reseñas de relatos casi tanto como los propios relatos. O más. Las mías, especialmente. En este odiar infinito también creo que más de la mitad de los cuentistas son un grupo demasiado numeroso de gente a quienes disfruto suponiendo un importante déficit de atención toda vez que demuestran, una y otra vez, una manifiesta incapacidad para desarrollar una trama que vaya más allá de la página treinta y uno. Mi odio por la reseñas no es gratuito, atiende a mis propias limitaciones: nunca sé si debo resumir los argumentos o si acaso es mejor obviarlos y buscar aquello que tienen en común. Quizá simplemente debería evaluar su trascendencia; si su lectura desencadena algo o no aportada absolutamente nada. O qué. 

Pero bueno, bien, aquí estamos una vez más. Artefactos, de Carlos Gámez, es otro puto libro de relatos que gana un premio. Hubo un tiempo (tuvo que haberlo) en que ganar un premio tenía su aquel. Uno le decía a su madre: mamá, me han dado un premio; me van a publicar; ¡hoy escritor, pronto leyenda! Y todo eran besos y abrazos y la esperanza de llevar el apellido a las enciclopedias se ponía enterita en la infeliz criatura. Se valoraba incluso la posibilidad de tener sexo gratis. Entonces uno ahorraba y se marchaba a San Petersburgo, por ejemplo, y habilitaba algún rincón en el que dejarse los muñones en la estilográfica. Hoy ya no es tanto así; sí la alegría, que es la mismita, no la esperanza. El país está lleno de genios prepubescentes que no han llegado a nada en la vida y de imbéciles que a demasiado. 

Artefactos es el resultado de vivir intensamente la profesión y no perder la afición por la cosa impresa. Le pasó a Agustín Fernández Mallo y algo parecido le ocurre a Gámez, también físico, pero al menos a éste no le da por el Spoken Word (que sepamos). En cambio sí por los cuentos, malditos cuentos. Escribió algunos y los presentó a concurso. Y ganó. Qué tío, el Gámez. 

El concurso (en algún momento de esta reseña hablaré de los cuentos, lo juro por Dios) se llama Café Mon y el premio, si no me equivoco, consiste en ser editado por la editorial Sloper llegando así a oídos de cuatrocientas o quinientas personas. Orgasmar no orgasma, el premio, pero es mejor eso que comprarle a Amazon tu propio libro cuatrocientas veces y además incluye la cláusula de que ningún autor ya publicado de Sloper puede presentarse al premio, lo cual descarta la participación de, por lo menos, ciertos poetas por todos conocidos. 

* * * * * * * * * * 

En breve segundos Lester, mi actual dealer, se incorporará de su asiento.” Así empieza el primero de esos artefactos de Gámez, el llamado Yonki como Burroughs, que es, de todos los artefactos, mi favorito. El relato, un tanto metaliterario (cosas de la putafísica), plantea la voz monologante de un personaje en un momento muy concreto de su vida: el que tarda en desenchufar un cable, para ser exactos, y que, al cambio, viene a ser toda una vida. El cuento, que hace un repaso al presente, pasado y futuro de dos personajes, plantea la narración como un ejercicio en sí mismo. Algo así: 

[…] ni recordaré que analizo las relaciones entre lingüística y neurociencias. Tampoco explicaré que el orden temporal de las secuencias es una ilusión de nuestra mente, ni hablaré de lo que he descubierto después de repasar la técnica del flujo de conciencia y su recuperación en la literatura actual. Mi tesis tras estudiar a autores influenciados por los últimos descubrimientos neurológicos (como David Lodge en Thinks…., o George Saunders a través de sus narradores en primera persona, o Dave Eggers en algunos pasajes de sus libros, o Lolita Bosch en Elisa Kiseljak, o el gran Foster Wallace): que es la mente la que necesita construir esa fantasía de la secuenciación temporal para entender los relatos. (28-29) 

Esta misma (o parecida) referencia a los estudios entre neurología y literatura (igual estoy diciendo una barbaridad, pero es que para mí la educación física siempre fue otra cosa) es una constante en todos los cuentos. En realidad ES La Constante. Quiero decir que si son ustedes mucho de letras igual no pillan todos los chistes de Gámez. En general todo el cuento es un desbarre, pero un desbarre gracioso una vez que se acaba y comprendes que ese ir y venir por la conciencia desarticulada del protagonista desemboca en una construcción lineal, que llega a cabo solito el lector y que el truco del almendruco se ocultaba entre las líneas del propio cuento. Por el camino hay que aguantar que la continuidad es una construcción mental, que el flujo de conciencia (dice el prota que dice Susan Blakmore) no existe (que operaría de modo fragmentario y no como un río continuo de palabras sin signos que la puntúen). Cada uno se justifica como buenamente puede y este cuento sólo se sostiene sobre los pilares teóricos de la paja mental. Será por eso que me ha gustado. 

El resto el más o menos lo mismo con tendencia a lo irregular (el último cuento es muy útil para dormir a las cebras, por ejemplo). Pero no se vayan todavía, aún hay más. Cuatro más. Y todos de la misma cu(e)rda. 

Tres de ellos, los inmediatamente siguientes, se supone que forman parte de un todo, pero es un todo un tanto indefinido. Por utilizar un lenguaje que entienda todo el mundo: tienen que ver unos con otros sólo porque el escritor lo dice, sólo porque la física existe y sólo por Gámez la ejerce. Que ya no está mal. Sin entrar en aburridos resúmenes les diré que todos tienen algo en común: la tecnología. Una lámpara de Ikea o un televisor que nos pone en contacto con nuestros antepasados o un diario que recoge el día a día de un hombre des-enamorado pero incapaz de iniciar otra relación por culpa de la mencionada cosa cuántica, un secreto este que el propio Gámez va revelando progresivamente al protagonista a través de unos más que oportunos correos electrónicos. Supermetaliterario. O un asomarse al futuro de las aplicaciones neurobiológicas y ver cómo esto afectará a las relaciones humanas cuando todo el mundo sabe que menos follar, que nos quiten lo que quieran. Si lo piensan bien parecen esos artículos que German Sierra escribe para Quimera. Supongo que no es del todo casual que uno de esos cuentos -no recuerdo cuál- se lo haya dedicado a él. Por algún lado tenía que hacer agua el amigo Gámez y es que cuando uno mezcla leche, cacao, avellanas y azúcar lo más probable es que salga algo con sabor a Nocilla. No es el caso, no se apuren; simplemente lo parece (unas veces más que otras) y es que, así como el roce hace el cariño, también lo empaña de física cuántica existencial, que es un poco el género con el que me gusta etiquetar estos relatos.