lunes, 29 de octubre de 2012

“Del Enebro” de los Hermanos Grimm

Hay reseñas que están pidiendo a gritos ser escritas. Esta es una de ellas. Y no es por el libro, en este caso, sino por algo mucho más interesante: el prólogo. SU prólogo. Pero empecemos por el final.

Del enebro” de los Hermanos Grimm es un libro editado por la joven editorial Jekyll & Jill de la que ya hablamos en este mismo blog hace bastante tiempo con motivo de la publicación de su primera novela que en su momento, y a pesar de lo poco que leí, me pareció horrible de morirse. Pero no vamos a hurgar en la herida. Hoy he venido aquí a hablar de otro libro.

EL CUENTO

Del enebro” es un cuento de los hermanos Grimm que ha vuelto a traducir esta gente de Jekill & Jill tratando de respetar el salvaje espíritu del original, porque resulta que los hermanos Grimm eran unos auténticos sádicos que las revisiones editoriales han ido dulcificando con el paso del tiempo. Los alemanes eran mucho de compartir cierto tipo de animaladas con los más tiernos infantes. Luego nos extraña que gaseen a los judíos o que no nos quieran prestar cien mil millones de euros.

Les cuento el cuento para que se hagan una idea del asunto: un hombre está casado con una mujer, con la que tiene un hijo. La mujer se muere y el hombre toma otra a la que le da una hija (porque en los cuentos infantiles las mujeres se toman, como los castillos, y las hijas se otorgan como favores). La madrastra del primogénito es un poco hija de puta y le tiene una tirria al chaval que ni se imaginan y por eso le corta la cabeza con la tapa de un baúl y luego le echa la culpa a su propia hija. Tal cual. Después lo guisan y se lo dan de comer a su padre. Luego hay una movida con los huesos del hijo que se convierten en un pájaro con sed de venganza que se hace cargo de la situación y restituye, a golpe de desangrado, el honor de las partes ofendidas. Que el cuento tiene un final feliz, vaya, aunque no para todos.

Esto es el cuento. Super bestia, super corto, super sencillo. Ya sé que el sexo y la violencia no son la mejor herramienta para dormir a los niños pero les aseguro que la puta sopa sí se la comerán.


LA EDICIÓN

El truco para vender un cuento tan cortito sin dar a entender que le estás tomando el pelo al lector es haciendo una edición en condiciones. Esta lo es. Es una edición magnífica. Lo digo completamente en serio. Desde el formato, pasando por el papel y acabando por unas precisosísimas ilustraciones. Un lujo todo él. Lleva incluso, en un par de páginas, un hilo rojo pegado a mano. Esto es un curro de morirte. Casi me da cosa haberlo robado. Sería realmente interesante que una editorial se tomase este tipo de cuentos tan en serio como esta lo hace en esta ocasión. Es decir, que si tienen ustedes que hacer un regalito tipo cuento infantil para adultos este es perfecto. Y esta es toda la pelota que le voy a hacer el dichoso libro.


EL PRÓLOGO

Yo siempre pensé que el prólogo era esa cosa que servía para entender mejor la novela o para, en caso de no haberlo hecho, tener quien te la explicase sin tener que pagar clases particulares. Por eso siempre los dejo para el final y sólo los leo si me siento especialmente imbécil, que es casi nunca. En este caso hice una excepción porque el libro no tiene más que setenta páginas y yo quería tener algo que leer mientras me hacían la pedicura.

El prólogo lo escribe Francisco Ferrer Lerín, que es un señor que dedica su tiempo libre a escribir poesía y observar aves carroñeras, que aunque parezcan la misma actividad no lo son. Un ornitólogo poeta, ahí es nada, que en noviembre de 2011 publica una entrada en su blog llamada “Granizado de sangre” que habla de unos buitres que en 2009 bajaron de los cielos, como la virgen María, a comerse unas vísceras que unos generosos naturalistas franceses les había dejado sobre la nieve en no sé qué monte del prepirineo oscense. Que tanta hambre tenían los buitres leonados que hasta se comían la nieve ensangrentada. Fin de este dato tan poco gratuito.

Pues bien, el prólogo de este señor, Ferrer Lerín, es un ejercicio absurdo de vinculación múltiple que nace, crece y muere en la autopromoción más cutre. Empieza relacionando “Del enebro” con un par de películas de Tim Burton (Sweeney Todd y Sleepy Hollow) y una novela de Jaume Roig (Spill) de 1460 por aquello de la gente comiendo pasteles hechos de carne humana o seres humanos sin cabeza. Esto para que veamos que además de leer clásicos españoles está al tanto de las novedades cinematográficas.

La segunda parte del breve, brevísimo, prólogo lo deja todo muy claro: “Los cruces de influencias –dice- son variados y el orden de aparición de los acontecimientos en el escenario de la literatura universal resulta confuso y sujeto a sospechas. Quizá convenga […] establecer una red de vectores entre tres episodios capitales del cuento y tres textos de quien firma este prólogo, no por afán de protagonismo sino por la posibilidad de datarlos desentrañando al tiempo la etiología de los mismos; maniobra que facilitará conocer el sentido de las influencias si es que estas realmente se han producido”. Es decir: yo les voy a hablar de mi persona y ya ustedes lo casan con el cuento como buenamente puedan. Y luego, con todo el morro, vincula: 1) que el niño fuese rojo como la sangre y blanco como la nieve con el post antes mencionado y 2) otra parte del cuento que tiene que ver con rescatar y enterrar los huesos de la pobre criatura descabezada con un par de poemas suyos, de los que da los nombres y dónde fueron publicados (Comentario 1). Y se queda tan ancho, el tio. Y termina diciendo: “No es posible el plagio entendido de manera convencional; mi conocimiento del cuento Del enebro es de hace unas horas. Sólo cabe que me copiaran los hermanos Grimm, a través del tiempo, en sentido contrario: el plagio inverso.” Pues va a ser eso.

Es una pena que después del rescate de un clásico como este, después del cuidado en la traducción, después del mimo puesto en la edición, es una pena, digo, que venga este señor, este Rodriguez de la Fuente de los versos con pluma, a estropearlo todo con una presencia demasiado evidente cuando lo que pide un prólogo de un prologuista (y si no que se lo digan a Sergi Bellver) es su propia invisibilidad en favor de lo narrado. Ha tenido que de ser duro para Jekill & Jill haber pedido este pequeño favor a un amigo y recibir semejante patada a cambio. Si el rollo está en hablar de uno mismo, el próximo prólogo que me lo pidan a mi, que voy falto de loas.


viernes, 26 de octubre de 2012

“Paraíso” de Donald Barthelme


BARTHELME: UNA INTRODUCCIÓN

Para los desinformados: Barthelme, después de haber leído “El padre muerto” (y al igual que me ocurrió con Gaddis tras leer “Gótico Carpintero”), ocupa un espacio destacado en mi Olimpo particular. Con-un-solo-libro. Esto así porque es así, no porque yo quiera. Los dioses no se eligen: se nos imponen desde la infancia o se nos aparecen en zarzas ardiendo. Tanto con Barthelme como con Gaddis esto es exactamente lo que ocurrió: ambos escribieron novelas que fueron como zarzales que combustionaron espontáneamente al entrar en contacto con la parte del cerebro que sea que se ocupa de conectar la lectura con la inteligencia.

Hace ya algún tiempo publiqué una reseña de "El padre muerto". Lo digo por si la quieren leer. (Clic) Fue una reseña elogiosa, evidentemente, ya que esta novela, no me duelen prendas decirlo, la tengo en un altar con su terciopelo, sus velitas perfumadas y toda la parafernalia habitual. Y esto sin haber entendido una puta palabra. Exagero, ya saben. Lo que quiero decir con esto es que Barthelme no es para nada un escritor fácil. Todo lo contrario. Barthelme es posmoderno y por lo tanto experimental, irónico, heterogéneo y un largo etcétera así como aquello de lo que más tiendo a escapar: fragmentario. Pero si huyo de lo fragmentario no es porque no me guste lo fragmentario sino porque normalmente lo que se presenta como fragmentario es en realidad una puta mierda troceada.

Hasta aquí la introducción. Les he contado todo esto para que no se lleven a engaño: Barthelme es un escritor que se las trae y será por ello seguramente que es tan bueno y será también por ello que no se reedita y de ahí que tenga uno que dejarse los huevos para conseguir cada uno de sus libros. Y conste que yo no me quejo, que bastante fácil me lo ha puesto la providencia, tan divina ella.



PARAISO: UNA RESEÑA

Vaya por delante que Paraíso es una novela, en mi opinión (esto siempre, claro) bastante inferior a El Padre Muerto lo cual no quiere decir absolutamente nada pero debería servir de aviso a aquellos navegantes que busquen puerto en el que atracar. Pero: Paraíso, con todo, es una novela estupenda, ágil, inteligente y muy divertida. Garantizo risas continuadas. Dos horas felices, eso garantizo.

El argumento le va a encantar al público masculino: Simon es un arquitecto moderadamente atractivo de cincuenta y pocos años. Padre de una hija universitaria y en pleno proceso de separación de su mujer, Simon acoge un buen día en su apartamento de soltero a tres jóvenes y estupendas veinteañeras que conoce una noche en un bar y que hasta quedarse en paro venían ejerciendo el noble oficio de la pasarela. Sí, modelos, y de las estereotipadas, además. Esto es: antes morenas, después rubias, siempre lozanas, fogosas y tontas del bote. La fantasía sexual de cualquier hombre, no me digan.

El caso es que Simon, en un gesto de generosidad sin límites, les abre las puertas de su casa, les compra unas camas y pone la nevera a su disposición. No hay exigencia de ninguna clase. Allá cada cual que haga con su cuerpo lo que le plazca: beber, comer, llorar, reír, cantar, hablar… Follar.

Cuando se preguntaba a sí mismo qué estaba haciendo en un apartamento elegantemente desnudo de Nueva York, sin muebles, viviendo con tres mujeres jóvenes y hermosas, Simon tenía que admitir que no lo sabía. Estaba escuchando, suponía. Aquellas mujeres eran taciturnas como cowboys, sólo respondían a preguntas concretas y probablemente ignoraban en qué siglo estalló la Segunda Guerra Mundial. No, estaba siendo injusto, lo que ocurría era, más bien, que sus conocimientos eran caóticamente enciclopédicos, una especie de ragut de Spinoza con un sorbete de William Buckley flotando en el centro. Una tarde, cuando llegó a casa, se las encontró a las tres en el comedor, de rodillas, con el trasero alzado hacia él. Obviamente, lo que se supone que debería haber hecho era bajarles sus tejanos y atacar a las tres a vez, pero se trataba de algo tan obvio como quimérico.

Esto, bien montado, podría perfectamente pasar por el paraíso si no fuese por un pequeño y algo machista inconveniente: tres mujeres, por muy buenas que estén, e independientemente del grado de sumisión, no dejan de ser tres mujeres y Simon un hombre, solo, además, obligado por las circunstancias a vivir con ellas bajo el mismo techo. ¿Dónde se ha visto orgía semejante que no conduzca al caos? El problema viene con la convivencia. Llega un momento, es inevitable, en que salta la liebre del feminismo, que es una liebre más difícil de matar que la del machismo. Pero no nos pongamos trascendentales.

El libro incluye algunas escenas de sexo (lametones, frotamientos, embates, arañazos, seis pezones alineados, ochenta dedos a pleno rendimiento) pero se las voy a ahorrar para no turbarles el sueño. No es necesario que me lo agradezcan. Pero el sexo no hace de cualquier novela una buena novela o en buena hora estaríamos poniendo a parir la cosa esa que es “Cincuenta sombras de Grey” y que apesta desde la primera línea. Una buena novela necesita más ingredientes que los flujos y reflujos vaginales de una virgen sin reparos.

Me llega, mientras escribo esta líneas, un email que me anuncia el estreno de una novela con las siguientes características: “Con una escritura magnífica, de estilo preciso y estupendo ritmo y con un delicioso sentido del humor, el escritor zambulle al lector en un…” y luego ya se imaginan ustedes lo que quieran. (La reseña es el último de Guelbenzu.) Sabemos perfectamente que esto es mentira. Algunos somos mayores para que nos la metan doblada tantas veces. Pero hubo un momento (muchos momentos) en el que esto fue cierto, en el que algunas novelas eran exactamente lo que prometían las críticas elogiosas (caso de haberlas). En ese tiempo, en esos momentos, ser escritor parecía significar algo más que ahora. Lo que trato de decir con esto es que no se apuren, frente a las miserias del presente, siempre nos quedarán los libros de Barthelme a aquellos que estamos realmente interesados en escritura magnífica, estilo preciso, estupendo ritmo y delicioso sentido del humor.

Dos de ellas se la chupaban al amanecer, por turno, a las cinco, a las seis de la mañana, mientras él bebía vino blanco, un vino más bien malo, y fumaba. Duró una eternidad. De vez en cuando una ponía en posición a la otra y empezaba a lamer arriba, entre las piernas, cerca del sexo, muy cerca del sexo, mientras Simon le acariciaba las nalgas, deslizaba sus manos de la cintura a las nalgas con embates moroso y apreciativos, rastrillándolas con las uñas, pero con suavidad, clavándoselas, pero con suavidad. La carne es algo tan delicioso, dijo Dore. O tal fue Anne quien lo dijo. 

domingo, 21 de octubre de 2012

“Compañía K” de William March

Una de las razones para leer este libro está en el interés que pueda despertar la temática. No es mi caso. Odio la guerra; lo mismo participar que leer sobre ella, especialmente lo segundo. Por aquello de contemplar nada más que dos razones, diría que la otra es la insistencia de otros en leer la dichosa. Esta fue la mía. Pasó que primero lo recomendó un señor, luego otro y luego todo dios por aquí y por allá diciendo “ah, qué bien” y así todo santo mes tras santo mes. Al final hasta por privado me dijeron: tú, que está genial, ¿lo has leído? Y yo: no, claro, qué coño voy a leer. ¿Soldaditos? ¡No me jodas! Total, que acabé por leerlo para ver si me dejaban en paz. Y bueno, pues sí, parece que sí. Que se callaron, quiero decir. Y hasta hoy. 

About la novela: 

Advertencia: está como desestructurada, la bicha. Esto es: March escribe la supuesta redactando y sucediendo chorrocientos relatos cortos cortísimos sobre los quehaceres diarios de un puñado de soldados, sargentos, capitanes y demás mandanga militar que conforma la Compañía K. Hay una continuidad evidente desde el principio que es muy de agradecer. No es que March se limite a pegar fotos en un muro sin ton ni son. Para nada. Hay ton y son, cronológico además. Esto es: soldados que se alistan, que se forman, que se van a la guerra, que sufren lo indecible, que mueren, que matan, que matan y después mueren, que vuelven a casa con los postraumas propios de la guerra y sin saber qué hacer con su muñones ni cómo engrasar las prótesis para que no hagan ruido en la cola del paro. Este tipo de cosas. 

Que no digo yo que la novela de March no fuese en su momento la repanocha pero hace de aquella pelea como 100 años (lustro va, lustro viene) y desde entonces han pasado muchas cosas, muchas guerras, ha pasado Vietnam, por ejemplo, la gran reina de shock postraumático. Hemos visto películas hasta aburrirnos: a Stallone disparando flechas, a Tom Cruise con bigote, a Tom Hanks sudando a mares… hasta un caballo pacifista, hemos visto. Sorpresas, por lo tanto, que nadie se espere. Con todo esto no quiero decir absolutamente nada, era sólo por hacer el chiste y meter un párrafo a modo de intermedio. 

Lo que menos me ha gustado de “Compañía K” es que me cuente lo que ya sabía, pero de eso somos yo y mi vasto conocimiento cinematográfico militar los únicos culpables. Lo que más es lo bien montaditos que están los cuentitos. Es decir, descubrir cómo a base de pinceladas se construye el relato veraz de lo que es una guerra, como esa moda de hacer cuadros a base de fotografías de carnet. Pues lo mismo pero con palabras siendo el conjunto de la obra la idea de lo inútil y cruel que es una guerra, mundial en este caso. También es verdad que estas guerras tenían la gran ventaja de ver venir al enemigo y estar en disposición de echarte a un lado, clavarle la bayoneta o meterle una bala entre los ojos. Hoy es todo más complicado. Ya la segunda lo fue, con tanto cañón de largo alcance y tanto átomo encapsulado, pero desde luego nada que ver con esta tercera de ahora tan de no verla si no tienes título universitario, con unos países invadiendo y conquistando otros desde despachos belgas. Bienvenidos al Holocausto de la Clase Media. Cuenten las bajas según vayan muriendo de hambre. 

Pero estoy divagando. 

Que muy bien la novela de March, vaya, aún hablando de la soldadesca, con toda la pereza que da saber de esta gente. Seguramente de todas las formas de contar una guerra sea la más acertada, sin tener que recurrir a tramas y subtramas y personajes que por azares del destino acaben metidos en todo cuanto fregado importante se organice. Y breve, además, porque es otro, Ken Folleteo, por ejemplo, y hace de esto diecisiete macrosagas. O más. Pues ahí hay merito, también.



domingo, 14 de octubre de 2012

“Lolita” de Vladimir Nabokov

«Suavemente, me senté en el suelo, muy cerca. Ella tembló. Tomé su mano y comencé a besarla lentamente. Me miró con sus ojos inmóviles y aterrorizados, sus labios empezaron a contraerse, como si hubiera estado a punto de llorar, pero no gritó. Besé nuevamente su mano, la senté sobre mis rodillas [...]. Le susurré no sé muy bien qué, como un borracho. Por fin, súbitamente ocurrió algo extraño, que nunca olvidaré y que me sorprendió: la pequeña se arrojó en mis brazos y, de pronto, comenzó a besarme con frenesí [...]». 

Ni Lo, ni Lola, ni Lolita, ni Dolly; la protagonista de esta cita es Matriocha, la hija de la mujer que aloja en su casa a Stravroguin, el protagonista de “Los demonios” de Dostoievski. Estos parecidos razonables siempre me han gustado mucho pero en este caso especialmente por dos razones: la primera tiene que ver con el objetivo que se había marcado Nobokov de desmitificar a Dosotoievski, a quien consideraba un mediocre escritor, lo cual lo deja en una más que comprometida situación si luego resulta que se dedica a ir por ahí plagiando escenas de sus novelas (exagero, lo sé) y en segundo lugar por algo que les voy a contar inmediatamente y que me pareció, cuando lo leí, que podría perfectamente ser algo así como el centro de la novela. 

(Abro paréntesis. A todo esto yo no quería escribir esta reseña y de hecho me resisto, como me resistía antes, a llamar a esto reseña cuando sólo quiere ser una nota al pie de la novela; un intento un tanto infantil de llamar la atención sobre aquello que más me llamó la atención a mí y que no es –tal como le suele ocurrir a todo el mundo- la prosa elegante y fluida y maravillosísima de Nabokov, que sí, que muy bien, pero que me niego a comentar más allá de esto: qué estilazo el de Nabokov. Y ya. Cierro paréntesis.) 

La historia de Lolita es sobradamente conocida. Se la cuento igualmente, pero avisados quedan: no escatimaré spoilers. Lolita es la historia de una pasión voluptuosa que acaba en amor (la frase no es mía). Un hombre se prenda de una niña de doce años. Quiere vivir con ella y por eso se casa con su madre. Esta pobre mujer muere cuando descubre el lascivo diario del protagonista. Así es como Humbert se queda, más feliz que una perdiz, a solas con Lolita que, pasado el tiempo, lo deja por un rival. Anoten, por favor, la palabra RIVAL. Humbert la busca y la busca y al final la encuentra, a Lolita, casada y en estado de buena esperanza. Oh. Él quiere volver con ella. Ella no quiere volver con él. Él dice, te amo, ahora lo sé. Ella, yo a ti no, siempre lo supe. (Los diálogos son inventados.) Él, desesperanzado, huye –es un decir–  y mata al hombre que tiempo atrás le robó a su niña (y que, habrán caído en la cuenta, no es su marido) por aquello de quitarse el agravio de encima y algo más. 

Lo que importa: un buen día Lolita desaparece; se fuga con un hombre misterioso aficionado a las falsas promesas. A encontrar a este hombre es a lo que dedicará Humbert buena parte de la segunda parte de la novela, que es, con diferencia, mucho más caótica, irregular y compleja que la primera y seguramente la razón por la que muchos habrán abandonado la lectura. A Edmund Wilson, amigo personal del escritor y reputado crítico, no le gustaba nada esta segunda parte porque le parecía aburrida y sobrecargada de descripciones de lugares, etc (ver reseña ampliada en el primer comentario del post): 

“[…] creo que en este libro hay —cosa bastante inusual en tu caso— demasiadas ambientaciones, descripciones de lugares, etc. Esto es algo que me hace concordar con Roger Straus cuando reconoce que la segunda mitad se hace pesada. Estoy de acuerdo con Mary [McCarthy] en que la inteligencia a veces llega a ser cansina, aunque discrepo con ella en lo relativo a la «confusión»” 

Con Mary McCarthy -reputada novelista y crítica cultural que fue esposa de Edmund Wilson- estoy, al menos en este caso, mucho más de acuerdo en la valoración de esa segunda parte. Me sentí, al leerla, de un modo muy similar a ella (ver carta ampliada en el segundo comentario del post): 

“No estoy de acuerdo contigo cuando dices que el segundo volumen es aburrido. A mí me pareció más bien de difícil comprensión; tuve la sensación de huir hacia una elaborada alegoría o hacia un conjunto de símbolos que yo no podía alcanzar a comprender. Bowden sugiere que la nínfula es un símbolo de América, apresada en las garras del europeo de mediana edad (Vladimir); de ahí todas las descripciones de moteles y de otros fenómenos típicamente norteamericanos (por cierto, esta parte me gustó). Sin embargo, parece que hay algún simbolismo más concreto en el segundo volumen; al leerlo, me pareció que todos los personajes tenían una cometa de significado tirando de ellos desde arriba, desde el enigmático firmamento de Vladimir.” 

La gran pregunta es: ¿qué demonios ocurre en esa segunda parte; qué es eso que seduce y espanta a partes iguales a críticos o a legos en la materia? La respuesta o, quiero pensar, parte de la respuesta, es el único motivo por el que escribo este post tan asquerosamente largo. 

Hay dos cosas a tener muy en cuenta en Lolita. Una es ese RIVAL sobre el que acabo de llamar la atención y el otro es ese parecido más que razonable con Dostoievski del que les hablaba al comienzo de la reseña. Nabokov no consideraba a Dostoievski un buen escritor ni creía que sus novelas, a excepción de una, mereciesen el generoso trato que había venido recibiendo tanto por parte del público y la crítica. Ese único libro que Nabokov salvaría de la quema es curiosamente una de sus primeras novelas cortas que fue, en su momento, uno de sus mayores y más estrepitosos fracasos: EL DOBLE. Esta novela trata de un hombre enfrentado a sí mismo en el sentido menos figurado de la expresión: Goliadkin, el protagonista, es un funcionario disciplinado y arribista que un día tiene que enfrentarse a un individuo exactamente igual a él que trata de usurparle todo lo que es o posee. No voy a entrar en detalles. Los que han leído la novela sabrán a qué me refiero, el resto, ya están tardando en hacerlo. 

De mismo modo que Goliadkin ha de enfrentarse a ese yo que surge de la nada para robarle lo que es suyo (su identidad, en este caso) así Nabokov relata el tormentoso viaje de un ser despreciable a quien otro como él –un pederasta, un pornógrafo, la repugnancia personificada- le roba, con engaños, lo que más quería, lo único que tenía, aquello por lo que había renunciado a una vida normal: Lolita. Y la escena que tiene lugar cerca del final, cuando Humbert Humbert se enfrenta al ladrón de su alma es tremendamente parecida a la que tiene lugar en la casa del señor Goliadkin la primera vez que se sienta frente a frente a su DOBLE: 

«Aquel que estaba sentado ahora frente al señor Goliadkin, era el terror del señor Goliadkin, la vergüenza del señor Goliadkin, era la pesadilla de ayer del señor Goliadkin: en una palabra, era el propio señor Goliadkin». 

También así parece verlo Nina Berberova en su estupendo y breve ensayo “Nabokov y su Lolita”: 

“Lolita no es sólo una novela sobre el amor, es también una novela sobre el doble, el doble-rival, el doble-enemigo, al que no se mata en un combate leal, ni en un duelo honesto, sino después de una escena cómica, grotesca, en un estado semiinconsciente, casi bestial, y en presencia de otros animales igual de alelados; todo eso para librarse de sí mismo, para salir del infierno, para matarse a sí mismo en el doble.” 

La novela, por lo demás, es magnífica, con esa inolvidable primera parte y a pesar de esa segunda (estoy con Wilson en esto) innecesariamente larga. El gran genio de Nabokov reside en la capacidad para embellecer, como ningún otro, el horror y hacer creer a tantísima gente que la pobre Lolita, con sus doce años recién cumplidos, podía tener algo de culpa en lo ocurrido. La maestría de Nabokov está en demostrar lo hijos de puta que pueden llegar a ser aquellos incapaces de ver el pánico de ese momento, terrible, que cierra la primera parte, cuando Lolita, completamente desarmada, cede al acoso de él, consciente de su poder: «Ustedes comprenden, no tenía otra persona a la que acudir». Y aún hay algunos -los he visto con estos mis ojos- que tienen la desfachatez de etiquetar de ERÓTICA esta novela



miércoles, 10 de octubre de 2012

“Eres una bestia, Viskovitz” de Alessandro Boffa

(Este post iba a comenzar con una cita propia que no podrían entender –sí, en cambio, llevarles al orgasmo- hasta haber terminado de leer la reseña o lo que sea que acabe siendo esto. Mientras la escribía cambié de opinión –pensé que no era yo quién para andar orgasmando a desconocidos- y opté empezar de otra manera porque la verdad es que no es que sea yo mucho de andar haciéndole homenajes a nadie y mucho menos a los siempre desagradecidos libros de relatos. Es por ello que este post comienza de este otro modo.) 

Supe que era un genio incluso antes de existir.” Esto, con lo que me siento tan identificado, lo dice Viskovitz, la rata de laboratorio, uno de los protagonistas de esta colección de relatos. Los otros son: Viskovitz, el lirón; Viskovitz, el caracol; Viskovitz, la mantis; Viskovitz, el escarabajo; Viskovitz, el pez; Viskovitz, el escorpión; Viskovitz, el gusano; Viskovitz, el tiburón; Viskovitz, la esponja; Viskovitz, el león; Viskovitz, el microbio y así hasta veinte viskovitzs, que corresponden, claro, a los veinte cuentitos tan chiquiticos que caben en un libro de 150 páginas. 

Eres una bestia, Viskovitz” es una recopilación de relatos que, para que nos entendamos, son algo así como una reproducción a escala animal de la vida humana, con sus usos y costumbres, sus manías, sus humanidades, en definitiva, aplicadas a la naturaleza salvaje de los afectados, siento estos, entre otros, los siguientes: un caracol hermafrodita autocomplaciente; un sucio escarabajo de éxito que se enamora de una hermosa abejorra; un cerdo chino que hereda una fortuna; una rata extremadamente inteligente; un pez que no sabe hacerse entender; un tiburón que quiere ser buena gente; un león enamorado de una gacelilla y un largo etcétera. Son cuentos en su mayoría muy divertidos (otros aburridos, no de morirse pero casi) que utilizan la terminología propia de un libro de anatomía y escritos con la elegancia suficiente para no convertirse en improvisadas lecciones de biología. 

La única forma de coronar nuestra historia de amor hubiera sido alcanzarla con algún espermatozoide, pero la corriente siempre se los llevaba en la dirección opuesta, hacia mi mamá, mis hermanas, mis abuelas, creando todo tipo de embarazo familiar y de complicación genealógica. La situación se había hecho aún más equívoca a causa de los periódicos cambios de sexo que nosotras, las esponjas hermafroditas, nos teníamos que chupar. Para mí no era fácil aceptar el hecho de que mi padre fuese la mujer de su madre, que su hija, es decir, mi hermana, fuese su abuelo y que su abuela fuese también su hermano, es decir, mi tío. Aquellas relaciones resultaban todavía más morbosas debido al amontonamiento de cuerpos: era difícil saber dónde acababas tú y empezaban los parientes cercanos. Y no era fácil desarrollar una personalidad sana cuando los divertículos de tus cámaras flageladas estaban compartidos con una madre invaginante, hermanas incestuosas y un padre bisexual. Cuando los únicos rasgos anatómicos sobre los que podías formarte una identidad eran la cavidad atrial y el orificio del ósculo. El mayor drama de ser un vegetal era la imposibilidad de suicidarse. La ventaja de ser una esponja era la posibilidad de beber para olvidar. 

Son estos cuentos, sobre todo, cuentos de amor. Recuerden esto porque es importante. No esperen, pues, por mucho que se hable de follar, que les vaya a servir para caldear el ambiente de cara a una copulación fortuita. Las citas no sirven para poner cachondo a nadie. Lo he probado. En este novela, como en la vida, el sexo está sobrevalorado: al final siempre vence el amor (y si no, que se lo digan al lirón: Ella quería que fuéramos juntos a coger bellotas, que hiciéramos el amor, que procreáramos y todas aquellas otras vulgaridades). En ellos el protagonista es siempre victima de las circunstancias siendo estas la presencia de una hembra (a excepción del cuento del caracol, por razones obvias) llamada Ljuba que no sabremos muy bien cómo se las arregla para llevar al pobre Visko por la calle de la amargura. Lo que les decía: muy humano todo esto de echarle la culpa siempre a ella con ese provocar en el vestir o ese seductor agitar de antenas o el siempre provocador levantamiento de rabo que de todos los levantamientos es mi favorito. 

No tuve que esperar mucho para que la Gran Recompensa hiciese su aparición. Su piel y sus ojos eran claros como la Revelación, seductores como el Conocimiento. Ljuba vino a mi encuentro a pequeños pasos, meneando la cola, contoneándose y revelando su cuerpo pelo tras pelo, entreteniéndose, dilatándose coquetamente en ello. ¡Ah, qué bella! Era seductora como una intuición, desconcertante como una antífrasis, tímida como la verdad. Estúpida como una poesía. 

Les puedo poner citas hasta el aburrimiento (si acaso no lo he hecho ya) pero tengo demasiado sueño y no me apetece escribir, ni buscar fragmentos importantes, ni romperme la cabeza pensando en qué decir para llamar su atención sobre el puto libro, que tampoco es que estemos hablando de la octava maravilla de la literatura, aunque a quien me lo recomendó se lo he agradecido ya cuatro veces y voy camino de la quinta. Lo más fácil es que prueben a poner en Google el título del libro y del autor seguido de algo tipo pdf (si acaso no se lo sugiere ya el propio buscador). Verán que bien y qué baratita les va a salir la tontería. Me arriesgo a ir a prisión por ustedes; no olviden nunca este detalle que acabo de tener. Yo, para dar buen ejemplo, lo saqué de la biblioteca. 

No me resisto a terminar con una última cita del cuento del Viskovitz microbio que, por si les interesa, cierra el libro y que demuestra lo fácil que es a veces robarle a uno el corazón. Que ustedes lo pasen bien. 

"–¡Eh, tú, gel! –grité–. ¿Me equivoco o eres tú la que ha cogido mi corazón? 
–Aquí los corazones van y vienen –sonrió burlonamente la robacorazones–. ¿El tuyo cómo era? 
–Un micoplasma esférico, bastante elástico y flexible, la última vez que lo sentí palpitar. 
–Bueno, puedes recuperarlo si quieres. Pero tendrás que venir a buscarlo, plasmodio. 
–Plasmodio es el morfotipo, el nombre es Viskovitz. 
–Y gel lo será tu tía, el nombre es Ljuba." 


sábado, 6 de octubre de 2012

“La felicidad conyugal” de Lev Tolstói

Hablemos de amor. “La felicidad conyugal” está narrada en primera persona. Esto lo digo para que vean el atrevimiento del joven Tolstoi. La protagonista es una acomodada jovencita de diecisiete años que vive con su hermana y la chacha en una aldea. Pues resulta que esta muchacha se prenda de un maromo veinte años mayor que ella que las visita de vez en cuando por motivos que no vienen al caso. Toda la primera parte de la novela es ella sintiendo cosas que no imaginaba pudieran existir y con las taquicardias propias de la presencia viril, un poco Blancanieves tras conocer al príncipe, bestiario de compañía y conejito juguetón incluido, y la primavera desatada en pleno invierno. Él insiste en las visitas y ella se frota los talones cada día un poco más hasta que cae en la cuenta de que las palpitaciones han de ser aquello que dicen Amor. Sabe con certeza que lo ama el día que lanza las bragas al aire y se quedan pegadas al techo. Más tarde él le pone la mano en el hombro mientras toca el piano, ella exclama ya eres mio y ya está. Como lo del maromo también lo es (no hay más que verlo de contento, a su edad que ya lo daba todo por perdido, pillando una de quince) pues se matrimonian ipso facto para irse a vivir con la suegra, que es una vieja un poco estrecha por culpa de lo cual les da cosa hacerlo a gritos. A ella el sacrificio no le importa de tan enamoradísima que está y a él, acostumbrado a los rigores de propios de la situación, le trae todo sin cuidado mientras tenga cosas que hacer en el campo. (La interpretación es algo libre, pero se aproxima bastante a las indicadas en el Manual Técnico de Cortejo, Desahogo y Matrimonialización en la Rusia del siglo XIX). 

Bueno, pues todo muy bien hasta que se van de vacaciones a Petersburgo. A él le gusta la vida tranquila del campo pero entiende que su gacelilla quiere trotar salones de baile. Tal cual. A medida que avanzan los días se va cumpliendo la predicción de la niña cayendo en la tontería. Tú no me entiendes, pascual, aquí soy feliz como una perdiz. Y él, Santa Abnegación, aguanta como puede hasta que un día revienta y le dice mira amor o te vienes o me voy. Y no. Al final se queda (lo de las tetas y las carretas, ya saben) por las putas apariencias, que son unas destrozahogares. En el último baile de su estancia en la ciudad conocen a un príncipe muy poco azul. Eso tensa la rama de la pasión que revienta cual purulenta espinilla dejándolo todo perdido de odios viscerales y arrepentimientos maritales. Y otra vez a ordeñar vacas. Pero ya nada es lo mismo, claro, después de haber visto las luces de la ciudad a nuestra Flora Poste no le interesa tanto el titilitar de las estrellas como el de los pies. 

Bueno, casi les voy a contar el final (spoiler, sí); total, para lo que queda… 

El resto es ella evidenciando el abismo entre ambos y escuchando el rugir de su furioso corazón, todavía joven, impetuoso y arrebatado. Sigue la boba tonteando con otros hombres hasta que, ya, por fin, La Madurez, que traducido al tolstiano quiere decir sumisa aceptación de la situación, suegra incluida. Ahora que te has cansado de hacer el memo, amor, vuelve a mis brazos y a esta nueva etapa de amor maduro, de cuidar los hijos, de cambiarle el agua a los peces. Gracias, calamarcito, por ser tan paciente -llora amargamente, ella, de sincero arrepentimiento- y que bien te lo has montao, pescao. Eran otros tiempos. 

* * * * * * 

Esta es una de las primeras novelas de un Tolstoi que estaba a puntito de liarse a escribir Guerra y Paz. Y no es que esté mal ni que a mí todo esto del amor -y las flores del estío y las gotas de rocío en el cabello o su mano en el talle o la caricia en la nuca- no me interese (que no) sino que quien mucho abarca poco aprieta y en mi opinión Tolstoi reduce el sentir de la mujer a cuatro pulsiones demasiado básicas: inexperiencia, ilusión, obcecación y resignación. Lo coge una feminista y le parte las piernas. Pasar de puntillas por la maternidad creyendo que es poco más que besar las piernas rollizas de los infantes tampoco ayuda (no digamos ya el estoicismo ante la suegra, algo a todas luces impropio del ser humano). Escrito, lo que se dice escrito, está muy bonito y por falta de interés no es, que para que yo me lea 172 páginas de orgasmos contenidos algo tiene que tener, pero de no olvidar tampoco. 


martes, 2 de octubre de 2012

Reseña de una novela que ustedes nunca leerán



Dejen que les cuente una historia.

El 24 de septiembre, Margaret, la sargento de “Patrulla de Salvación”, publica un post en el que trata dos asuntos. Por un lado critica un artículo bastante gilipollas de El Cultural, en el que un grupo de jóvenes promesas hablan de su condición de ni-nis. Hasta aquí todo bastante asqueroso, en la línea habitual del articulario cultureta de El Mundo. La segunda parte del post (que pueden leer aquí o seguir con este resumen) cuenta una vieja historia, supuestamente real, de un joven y anónimo escritor que escribe por necesidad de escribir y no por afán de notoriedad, que es lo habitual en estos casos. La cosa está regada con amores no correspondidos, traumas infantiles y madres abnegadas. Resumo: chico deja chica, chica pide explicaciones, chico dona a chica novela explicativa, chica se deprime, ex suegra metomentodo filtra manuscrito a Mary Margaret que lo flipa en colores con la prosa del chaval. El chico no quiere publicidad pero esto a Maggie le da un poco igual y otro poco no, por eso utiliza un pseudónimo para hablar de él. Le llamará Claudio, que es una forma como cualquier otra de llamar a un ser humano. Hay un misterio añadido en la poesía que el chaval escribió a los veintipocos: titula cada poema con una letra del alfabeto, saltándose la M (de mamada) vete tú a saber porqué. ¿Habremus trauma

La cosa acaba aquí. Mary Margaret llora amargamente el destino cruel del traumófilo, la niñosa abandonada y el mundillo de las letras en general, que se pierde un Salinger o no sabemos qué. Confieso que me lo creí sólo en parte aún siendo de natural crédulo aunque tampoco parecía el asunto tan descabellado como para negarse en rotundo a aceptarlo. 

Pero he aquí que pasa algo que da al traste con mi vena conspiranoica: el 27 de septiembre alguien entra en este blog y deja el siguiente comentario (en el post anterior): 

No se llama “Claudio”. Y su historia no es tan buena como dice el sargento. Bueno, a lo mejor sí lo es y resulta que a mí me hizo tanto daño leerla que no soy capaz de emitir un juicio limpio. Claro que también podríamos estar hablando de diferentes historias. No lo he vuelto a ver ni quiero, ya es tarde. Solo espero que no vuelva a romper con más chicas utilizando como única explicación una novela inventada. Lo del trauma de cuando era pequeño uno de sus protagonistas me dijo que le había ocurrido a un amigo y nunca me contó que fue a un sicólogo. Puede que también en eso me mintiera. Ojalá madure y aprenda a dar la cara. Las poesías si eran bonitas pero compruebo que me regaló las mismas que a la otra chica. ¿Lo ves? Un inmaduro. A pesar de todo no entiendo cómo me enamoré de él. Que soy una tonta. Nunca más. 

Atención, pregunta: ¿debemos entender que tenemos a un Salinger español abandonando a sus novias a ritmo de novela? Pillar cacho y dejarse las pestañas en el Word es todo uno, se ve. Para salir de dudas respondo al mensaje pidiéndole a la susodicha que me mande un email. Poca esperanza, tenía yo, pero (¡sorpresa!) me escribe. Le pido la novela, alguna explicación, un avance editorial de cualquier tamaño. Una prueba. Tiene una letra tan bonita (es un decir) que le pido hasta el teléfono. Es tierna, la niña, y tan dulce… Cruzamos correos como locos, mas por mi insistencia que por su interés. Tememos enamorarnos. (Bromeo, ella lo sabe.) Ahora en serio: me adelanta un intenso poema que empieza por la letra T. Finalmente consigo convencerla -¡el viernes a las tres de la mañana!- tras jurarle y perjurarle que no diré su nombre, ni el nombre del maromo y que nunca jamás reenviaré el manuscrito dichoso a ser humano alguno. Nunca-Jamás. Que no hablaré de él con nadie, absolutamente con nadie. 

Hoy he venido aquí a faltar a mi palabra. 

Acabada la novela le suplico que me deje hacerle una reseña. Me dice que no, que no ha de hacerse público lo que se cuenta en ella. Es personal -me dice- habla de mí. Y no le falta razón, pero tampoco la tiene toda. Trato de explicárselo. Ella: no entiendo a qué viene tanto alboroto. Mientes, le digo, tu mensaje de ayer no se entiende si no es con cierta intención. El hijo de puta me abandonó, sentencia haciendo de esto una vendetta. Consiente finalmente, la malherida: pero habla de la novela sin hablar de la novela, me dice; me pertenece. Imposible. Tú hazlo. 


* * * * * * * * * 


Y he aquí el hecho: 

La novela se llama “M”, como el poema nunca escrito por el pseudópata Claudio. Una ausencia en el alfabeto de su poemario que tiene un parecido más que razonable con la también ausencia del capítulo 13 en esta novela. Aquello del Claudio supersticioso se me viene abajo cuando compruebo que la M es la decimotercera letra del abecedario. Saber a Claudio poeta me hace temer lo peor siendo lo peor un ejercicio intimista de prosa poética de marujas, quinceañeras y pálidos mequetrefes. Me da nauseas pensar en ello; nauseas que me duran exactamente cinco minutos, que es más o menos lo que tardo en caer en la cuenta de que menos poética la prosa de Claudito tiene de todo. De todo, he dicho. Cien páginas antes de terminar ya no tengo dudas: “M” es una Puta Obra Maestra y mi temor a un final complaciente cae por su propio peso en el último capítulo que es (no me cuesta reconocerlo) absolutamente perfecto. Me recuerda vagamente al también genial broche final de una película menor del coreano Park Chan Wook, llamada JSA pero entrar en más detalles sería entrar en demasiados detalles. Quien la conozca sabrá de qué hablo. La sensación es la misma: creer que es imposible acabar mejor algo tan bueno. 

Filomena, la ex de Claudio, miente cuando dice que la novela habla de ella. A ver, SÍ, habla de ella, claro, pero NO habla de ella. Habla de mí, en realidad. Las mejores novelas son aquellas que hablan de nosotros mismos, escribo sobre “El desierto de los tártaros” hace dos días en la reseña que tenía que haber visto la luz este lunes. La novela de Claudio, el amante escriba, es la demostración palpable de que algo tan manido puede ser perfectamente una verdad como un templo. Claudio no escribe prosa poética, líbrelo dios; escribe directamente de morirte de sencillo, de clarito, de conciso, de no decir más que lo justo, de interrumpirse en ese momento exacto en que va a tener lugar lo superfluo. No hace falta presumir de nada para tener de qué presumir o quizá es que cuando uno tiene algo que contar, el embellecimiento y las florituras son como piedras en el camino, obstáculos insalvables. Lamento profundamente no poder incluir cita alguna, pero en cualquier caso daría un poco igual, porque no es una frase, la magia, ni un párrafo, ni una página; es, ante todo, una idea tras otra, un encadenamiento de ellas. Es, al fin, la voz de una generación (Claudio ronda los treinta cuando escribe esto, me dicen) que por una vez parece haber encontrado la forma de hacerse entender sin tener que recurrir a artefactos metanarrativos o jerga tribal exclusivista. 

Habla, Claudio, de cosas como la contradicción (y la contrición); como el malditismo de los recuerdos malinterpretados; como aquello que escuchamos un día, por error, por estar dónde no debíamos y que cambia completamente nuestra vida y la de aquellos que nos rodean hasta que tiempo después descubrimos que la madurez significa ser capaz de reinterpretar aquello que dimos por tan obvio y, sin quererlo ni beberlo, entenderlo todo cual epifanía. Claudio (si acaso hay algo de él en el protagonista) no es un joven traumatizado sino extremadamente lúcido, que de tanta lucidez no puede aspirar a otra cosa que a morirse de soledad. Habla también, esta novela, tangencialmente al menos (lo cual le da un valor añadido) de enamorarse de la mujer equivocada demasiadas veces en demasiado poco tiempo y darse cuenta de que uno lo que ama realmente es aquello que se refleja en los ojos del sujeto amado. Amar a los demás no por lo que son sino por aquello en que nos convierte es una condena para todo aquel que no somos nosotros. No habla de la muerte, Claudio, ni de sexo, ni de sus paseos por un centro comercial, ni de la experiencia de escribir (no le interesa al Claudio narrador, parece, el acto de escribir, sino las consecuencias que tiene ello en los demás). 

Esta novela, M, y lo digo completamente en serio, es la mejor novela en castellano que he leído en años, y la ha escrito un joven tan joven que resulta ofensivo. “M” es la novela que, no creo que me equivoque, ustedes nunca leerán. Me extrañaría que algo en apariencia tan íntimo (me cuesta creer que todo esto no tenga su origen en la propia experiencia) llegue a ver nunca la luz. La escritura que nace como acto expiatorio no necesita publicidad. Le doy la razón a Claudio en su tozudez (quizá porque ya la he leído y me gusta pensar que nadie más lo hará) y me pregunto de qué será capaz este chico dentro de veinte años. "M", y por extensión Claudio, es la enésima razón por la que nunca seré escritor.