lunes, 26 de marzo de 2012

“El Sunset Limited” de Cormac McCarthy

The Sunset Limited es una minúscula obra de teatro (o un algo dialogado con forma de obra de teatro) que parte de la siguiente premisa: un hombre (Negro) evita que otro (Blanco) se suicide por el tradicional método de tirarse a las vías del tren al paso de El Sunset Limited. El Negro se lo lleva a su casa, situada en un barrio miserable, y lo sienta a su mesa, en la cocina. Hablan, claro. 

La sinopsis de la editorial dice, exactamente: “Del autor de La carretera, una obra sobre el significado de la vida y de la muerte.” Me entero por ahí que McCarthy la escribió a la par que escribía “La Carretera” lo cual viene a significar que McCarthy de creatividad bien pero de ánimo fatal. 

El tema de fondo es, efectivamente, la vida y la muerte; las razones para defender lo uno o desear lo otro, con la salvedad de que en este caso hablar de suicidio no implica necesariamente hablar sobre la depresión (aunque la costumbre se empeñe en hacerlo aflorar en cada página) sino más bien al contrario, sobre la lucidez. Lo mejor de la novela de McCarthy -sobre la que me ahorraré elogios porque, en comparación con otras, es flojita- es el debate que abre en torno a las razones que se pueden esgrimir para justificar el suicidio, representado como una alternativa mucho más sensata que la de seguir viviendo.

BLANCO: […] Yo no entiendo mi estado de ánimo como una visión del mundo pesimista. Lo entiendo como lo que es el mundo. La evolución no puede impedir que la vida inteligente acabe a la larga siendo consciente de una cosa por encima de todas las demás, y esa cosa es la futilidad. 
NEGRO: Mm-mm. Si no me he hecho un lío está diciendo que todo el que no sea supertonto del culo debería ser un suicida. 
BLANCO: SÍ. 
NEGRO: ¿No se está quedando conmigo? 
BLANCO: No. Se lo aseguro. Si la gente viera el mundo como lo que es. Si viera lo que la vida es realmente. Sin sueños y sin ilusiones. Dudo mucho que nadie pudiera aportar una sola razón para no elegir la muerte lo antes posible. 

En la silla de la izquierda, representando la racionalidad extrema, el Blanco, el tipo que se quiere morir y no le dejan. Al otro, representando el fervor religioso y la irracionalidad absoluta, el Negro, que luchará por dar con la forma de convencer a nuestro suicida de lo errado de su decisión. La postura del autor está clara: todas las simpatías van hacía el Blanco mientras que al Negro le deja la estúpida tarea de defender lo indefendible. Esto es, mientras que a uno lo dota de la inteligencia y una mente preclara y sobre todo, argumentos irrebatibles sobre los que sustentar su decisión, al otro se limita a sentarlo en una silla a esperar una señal del cielo que venga a demostrar lo acertado de su labor salvadora ya que por sí mismo en incapaz de encontrar razones para defender la vida por encima de todo, no digamos ya convencer a nadie. 

BLANCO: […] ¿Confía en que si me quedo lo suficiente tal vez Dios se dignará hablarme? 
NEGRO: NO. Pero a lo mejor a mí sí me habla. 
BLANCO: Sé que piensa que lo mínimo que podría hacer es dedicarle unos minutos más. Sé que soy un desagradecido, pero la ingratitud para alguien en bancarrota espiritual no es un pecado tan grande como para un creyente. 

La idea que flota en el ambiente es que ambos son, despojados de retórica, el mismo hombre condenado a morir. Observando su vida, presente y pasada y escuchando sus sueños y aspiraciones cabría pensar que quien más razones tiene para morir es el negro que sin embargo se empeña en no ser libre, en encadenarse a Jesucristo, curiosamente el más famoso suicida de todos los tiempos:  

NEGRO: Bien. Ya ha oído mi historia, profesor. En seguida está contada. No doy un solo paso sin Jesús. Cuando me levanto por la mañana procuro agarrarme a su cinturón. Sí que es verdad que a veces me doy cuenta de que sin querer he pasado a control manual. Pero me doy cuenta, no se crea. Me doy cuenta.

BLANCO: ¿A control manual, dice? 

NEGRO: ¿Le gusta? 
BLANCO: Regular. 
NEGRO: A mí me parece muy bueno. 
BLANCO: De modo que llega usted al cabo de la calle, admite la derrota y como está desesperado se agarra a una cosa sin sustancia, que no tiene pies ni cabeza, y decide que no va a soltarla hasta que se muera. ¿Le parece una buena descripción? 
NEGRO: Es una manera de verlo, desde luego. 

Si creo que la obra flojea es porque con semejantes argumentos en defensa de la vida (esto es, por mandato divino) no hay combate que dure diez minutos: Dios no es rival para el hombre. El resultado es un no sé qué qué se yo sin definir que entretiene y decepciona al mismo tiempo, pero que en cualquier caso no deja mal sabor de boca y se lee en poco más de una hora. Se agradece también el detalle de que, al contrario de lo que estamos acostumbrados a ver, ya no se trata de un hombre salvando a otro de la muerte sino un hombre poniendo a prueba la fe de su salvador. Con todo, creo que la moraleja es que se tiran al paso del Sunset Limited las personas equivocadas.

Yo no creo en Dios. ¿Tan difícil es de entender? Mire a su alrededor, hombre. ¿Es que no lo ve? El griterío de los que sufren lo indecible debe de ser para él el más agradable de los sonidos. Y detesto estas discusiones. Lo del ateo de la aldea cuya sola pasión es vilipendiar sin descanso aquello cuya existencia niega de entrada. Ese compañerismo, esa hermandad que usted defiende es una hermandad de dolor y punto. Y si ese dolor fuese colectivo de verdad y no meramente reiterativo, su propio peso arrancaría el mundo de los muros del universo y lo lanzaría en llamas a través de la noche que aún pueda ser capaz de engendrar hasta que no quedase de él ni ceniza siquiera. ¿La justicia? ¿La fraternidad? ¿La vida eterna? No me fastidie, hombre. Dígame una religión que prepare al hombre para la muerte. 






“El Sunset Limited” de Cormac McCarthy - Traducción Luis Murillo Fort -  Editorial: Mondadori - Fecha Publicación: Febrero 2012

Foto: “The Sunset Limited” dirigida para HBO por Tommy Lee Jones – Interpretada por Samuel L. Jackson y Tommy Lee Jones. Disponible en sus centros de descarga habituales.

jueves, 22 de marzo de 2012

Anexo a la reseña de “El Padre Muerto” de Donald Barthelme

Rescato del tintero una anécdota sin importancia que tiene que ver con “El Padre Muerto” (ver reseña anterior).

[Modo Resumen On] “El Padre Muerto” trata sobre el traslado de un monumental Padre (no del todo) Muerto con objeto de enterrarlo en un lugar lejano. Es un viaje largo que ha de hacerse a pie, cruzando muchos territorios, no todos amistosos. El Padre Muerto hizo grandes enemigos en vida. [Modo Resumen Off] Uno de esos territorios es el de los wend. Los wend son unos personajes muy interesantes:

“Permitidme que os hable de los wend, dice el wend. Los wend no somos como los demás. Los wend somos nuestros propios padres. 
¿De veras? 
Sí, dijo el wend, somos eso que todos los hombres han deseado desde los orígenes. 
Asombroso, dijo Thomas. ¿Cómo se hace? 
Se hace siendo un wend, dijo el líder. Los wend no tienen esposas, sólo tienen madres. Cada wend empreña a su propia madre y así se engendra a sí mismo. Todos estamos legalmente casados con nuestras madres. 
Thomas se puso a contar con los dedos. 
Eres escéptico, dijo el jefe. Eso es porque no eres un wend. 
No entiendo la mecánica del asunto, dijo Thomas. 
Confía en mi palabra, dijo el wend, no es más difícil de entender que el cristianismo. El caso es que no estamos acostumbrados a tener padres grandes y violentos que nos fastidien. No nos gusta. En realidad, tenemos profundos prejuicios en contra. Por eso no queremos ese enorme esqueleto en nuestro territorio, ni siquiera temporalmente. Podría contagiarnos algo.” 

Ruego me disculpen: les estoy llevando por el camino equivocado. En realidad lo que quiero destacar no es esta patada de Barthelme a las deidades sino el resto de esta historia que paso a explicarles a continuación: los wend son un ejército muy numeroso. Numerosísimo. Miles y miles de soldados armados hasta los dientes que se niegan, ya lo han visto, a dejar pasar por sus tierras al Padre Muerto (un viejo enemigo por razones obvias). Thomas, el hijo, se empeñado en llevarlo por allí y no acepta dar ningún rodeo. Combatir no es una opción ya que el grupo de nuestros protagonistas es sólo de veintitrés personas (Contando a Edmund). Sólo queda, pues, negociar. Los wend estarían dispuestos a ceder si El Padre Muerto estuviese algo más muerto (troceado y guisado, afirman, sería lo ideal) pero se conforman con dejarlo todo un día hirviendo. Thomas se niega en rotundo alegando no estar “preparado para tanto” pero les convence de que será más que suficiente cortarle “una pierna y asarla a la brasa como prueba de buena fe y garantía de que no hay contaminación.” 

Esto que acabo de contar no tiene especial importancia, ya lo he advertido; es sólo un episodio (cinco páginas) de los muchos que tiene la novela. Lo que ha ocurrido, en realidad (la razón de este post) es que el otro día me acordé de él leyendo un fragmento de uno de los ensayos de Montaigne y me llamó tanto la atención el paralelismo entre ambas historias que no me he querido resistirme a comentarlo. 

“Bartolomé de Alviano, general del ejército veneciano, murió sirviendo en sus guerras en el Bresciano y, para trasladar el cadáver hasta Venecia, había de atravesar el Veronés, tierra enemiga. La mayoría del ejército era favorable a pedir a los veroneses un salvoconducto para el transporte. Pero Teodoro Trivulzio no estuvo de acuerdo, y prefirió pasarlo a viva fuerza al azar del combate. No era apropiado, dijo, que quien en vida jamás había temido a sus enemigos, demostrara temerlos una vez muerto. A decir verdad, en un asunto parecido, según las leyes griegas, quien reclamaba al enemigo un cadáver para su inhumación, renunciaba a la victoria, y no se le permitía ya erigir un trofeo por ella. Para aquel que recibía la petición, era un título de victoria.” (1) 



(1) LOS ENSAYOS según la edición de 1595 de Marie de Gournay. Extracto de “Nuestros sentimientos se arrastran más allá de nosotros” (Libro I, Ensayo III).   (El resto del ensayo pueden leerlo AQUÍ



lunes, 19 de marzo de 2012

“El Padre Muerto” de Donald Barthelme

"Un escritor es alguien que puede hacer un enigma
a partir de una respuesta." 
Donald Barthelme citando a Karl Kraus 

A Donald Barthelme, quienes lo conocen, lo comparan con Barth, Pynchon, Gaddis, Vonneguth, a ratos Kafka y especialmente Beckett. "Su obra" –dice la editorial- "ha sido a menudo identificada como una vertiente renovadora del surrealismo y del dadaísmo y asociada con el movimiento de autores posmodernos de la talla de" algunos de los recién mencionados. En cambio si le preguntásemos a él (previa resurrección o rescate de alguna vieja entrevista) cuáles son sus referentes nos diría sin dudarlo que, aunque está orgulloso de ser incluido en ese grupo con el que, obviamente, se identifica, confiesa su querencia por Perelman y Hemmingway, Kierkegaard y Sabatini, Kafka y Kleist, Rabelais y Grey Zane (el emparejamiento es suyo). También el Dostoievski de "Memorias del Subsuelo"; una docena de ingleses; los surrealistas (pintores y poetas) y en cine, Buñuel. Ahora quiero que cierren los ojos y se imaginen la clase de novelas que debe escribir semejante personaje. Pues en esas estamos. 

La novela cuenta la historia del viaje de un hijo que conduce a su padre a la tumba. Le acompaña su mujer, el imbécil de su hermano, diecinueve hombres y otra joven llamada Emma. Los hombres son necesarios para tirar del cable de acero que arrastra la plataforma sobre la que “descansa” el Padre Muerto ya que el traslado ha de hacerse a pie, no en tractor ni tirado por bueyes. Diecinueve hombre son muchos hombres únicamente si no tenemos en cuenta que la longitud del padre es de 3200 brazas (unos 6000 metros al cambio). Traten de no imaginar el despropósito sugerido y recuerden que hablamos de surrealismo. Se lo traduzco: en el momento en que se imaginen el cadáver gigantesco de un vejestorio arrastrado por unos tipos vestidos con traje y corbata y dirigidos por una suerte de Peter Pan con espada y lo ambienten en alguna época retoma, Barthelme le dará la vuelta y verán que el padre, orgulloso propietario de una inmensa pierna ortopédica que oculta una magnífica maquinaria quien sabe si en parte administrativa, escapa corriendo. Verán que: el Padre Muerto habla, grita, corre, asesina sinfónicas y se baña en sangre de inocentes. El Padre Muerto es en realidad un hijo de puta que no acaba de estar del todo muerto ni del todo vivo. De hecho cree, en todo momento, que este es un viaje para recuperar su juventud perdida y volver a las andadas con más fuerza que nunca. 

Este es, tomado con pinzas, algo que quisiera ser un argumento. El libro es breve pero de algún modo Barthelme se las arregla para hacer del viaje una pequeña gran odisea en la que los protagonistas absolutos son los padres y por extensión los hijos y la lectura es una suerte de ejercicio mental que consiste en retorcer una idea, trocearla y volver a fundirla sin que llegue a perder completamente el sentido, lo cual, créanme, es todo un logro a la vez que un placer. (Esto incluye las tres largas conversaciones que mantienen las dos mujeres del grupo -que son de cortarse las venas- y de las que, a pesar del esfuerzo, no he sacado mucho en claro ni espero hacerlo en los próximos cincuenta años.)  

Ya que me lo preguntan les diré que sí, tengo una teoría para, si no todo, al menos parte de la obra. Se me ocurrió la misma noche en que lo terminé, mientras mataba un tiempo muerto leyendo a Vila-Matas (algún día les contaré la historia de cómo esto me dio la clave para entenderlo –o creer entenderlo-). Quiero pensar que este viaje, que ha sido acusado de sátira picaresca de la paternidad o de alegoría posmoderna de una titubeante ley patriarcal, es (en parte) el “viaje” interior de un hijo desde el momento exacto de la muerte física del padre al entierro, figurado, de su influencia como tal. Esto no justifica ni una cuarta parte de la novela pero ayuda y en cierto modo, consuela. Desde luego lo único que queda claro es que trata las relaciones entre padres e hijos: hijos que no pueden ser padres, padres que nunca han sido hijos, padres sin padres,… bueno, es algo complicado, pero les garantizo que también muy divertido… Y es que el humor, un tanto "peculiar", sostiene en gran medida el peso de la novela: “[…] no ofrezco suficiente emoción. Esa es una de las razones por las que la gente viene a la ficción, y no se equivocan. Me refiero a la emoción de la mejor clase, difícil de conseguir. Además, no puedo resistirme a hacer bromas…” (la traducción es casera). Barthelme sabe que sus chistes cortocircuitan la emoción pero por otro lado no cabe imaginar una lectura como esta sin esos pequeños salvavidas. 

Me dejo mucho en el tintero. Me dejo, por ejemplo, lo mejor: las veintitantas aproximaciones a la paternidad que se relatan en la historia que ocupa el centro de la novela (el plato fuerte) en el llamado “Manual para hijos”, que contiene alguna de las mejores descripciones que se han hecho nunca de los diferentes tipos de padre que existen y que vienen a confirmar la teoría de que no hay padre bueno. 

Los padres son como bloques de mármol, cubos gigantes bien pulidos, con venas y costuras, plantados en el camino. Obstruyendo el paso. No se pueden escalar, ni se pueden sobrepasar de costadillo, ni relegar al pasado. Los padres son “el pasado”, y muy probablemente sean el propio acto de relegar, si es que por relegar se entiende la maniobra que uno hace para salir indemne sin ser visto. Si intentas rodearlos o sobrepasarlos de costadillo verás que otro bloque de mármol (guiñando un ojo al primero) aparece misteriosamente para cerrarte el paso. O puede que sea el mismo, que se ha movido a la velocidad de la paternidad. 

Resumiendo (para los lectores amantes de últimos párrafos) esta reseña imposible (lean la novela y entenderán por qué) sepan que "El Padre Muerto" es una novela más que interesante. Divertida, extraña, diferente, absolutamente genial, delirante. Inolvidable.



El Padre Muerto” de Donald Barthelme; Traducción de Catalina Martínez Muñoz; 2009; 192 págs; ISBN: 978-84-96867-54-3; Editorial Sexto Piso. Nota: Libro de cortesía editorial elegido, con muy buen criterio, por un servidor.

martes, 13 de marzo de 2012

Autocrítica (y “¡Despidan a esos desgraciados!” de Jack Green)

Despidan a esos desgraciados” de Jack Green (Alpha Decay, 2012) es un libro con el que hay que tener mucho cuidado: es peligroso. Y lo es desde el momento en que puede darle a muchos la excusa perfecta para (tratar de) metérnosla doblada. Les voy a poner un ejemplo, pero antes, para los que no estén al corriente, aquí va un resumen de la película (esto es, del libro): 

Los reconocimientos” es una tochonovela de William Gaddis (“Mr. Difficult” para los enemigos) que cuando se publicó en 1955, recibió muchas (bastantes) reseñas negativas en periódicos y revistas y demás. A Jack Green, nuestro protagonista, la novela le gustó tanto tanto tanto que se dedicó en cuerpo y alma a desmontar todas y cada una de las críticas falsamente positivas y malintencionadamente negativas que se habían publicado sobre la novela de marras. En ellas había de todo: 

· Dos críticos admitieron que no habían terminado de leer el libro; 

· un crítico cometió siete pifias en una sola reseña, otros muchos dieron incorrectamente el número de páginas, año, precio, editorial, autor y título. A todo esto hay que añadir errores increíbles como confundir “diabético” con “adicto a los narcóticos”; 
· un crítico escribió su reseña copiando parte del texto de la faja de libro y parte de otra reseña, 
· otro dijo que el libro era “repugnante”, “malvado”, “soez” y que convenía que se le “lavara la boca con lejía” a su autor. Otros se mostraron despectivos o condescendientes, 
· de cincuenta y cinco reseñas, dos fueron acertadas. 
El resto eran chapuceras e incompetentes 
· por su incapacidad para reconocer la grandeza de esta obra, 
· al evidenciar su ineptitud para transmitir al lector cómo era el libro, cuáles eran sus cualidades esenciales; 
· por falsear esto último con idea estereotipadas (los clichés establecidos sobre cualquier libro que sea “ambicioso”, “erudito”, “negativo”, etcétera); 
· porque se valen de una jerga inhumana para fingir que están a la altura de su cometido; 
- Una sugerencia constructiva: ¡despidan a esos desgraciados! 

Básicamente esto, pero desarrollado, es el libro. Incluye prólogo de José Luis Amores que, por cierto, es quien de verdad te mete en el cuerpo las ganas de leer a Gaddis. Lo mejor, en todo caso, es el debate que surge de las preguntas que plantea esta venganza que es “¡Despidan a esos desgraciados!”: 

“¿Se reseñan libros que no se han leído? ¿Se escribe lo que de ninguna manera se opina? ¿Decimos que entendemos lo que no entendemos?” 

No tengo nada contra criticar al crítico; es más, considero que es un ejercicio sano, necesario y hasta divertido. Estoy incluso a favor de ejecuciones sumarias periódicas, tanto de críticos como de escritores (si se puede elegir me pido la guillotina). Lo que ya no me parece tan bien es que el libro de Green (esto es, sus argumentos) sea utilizado por cualquiera para defenderse de las “agresiones externas”. Personalmente creo que cualquier crítica debería levantar siempre sospechas, pero no porque lo haya dicho Green, sino porque lo dicta el sentido común. Se olvidan estos grandes cerebros de que Green, al tiempo que desmonta la malas (reseñas), también tira a matar contra las complacientes a las que acusa, con muy buen criterio, exactamente de lo mismo: de mentir, de ignorantes, de cobardes... y de qué sé yo cuántas cosas más. 

Pero les decía antes que tenía un ejemplo y es verdad, tengo un ejemplo. Parecerá un ataque frontal, pero no, es realidad es sólo un ejemplo (aunque cuentan ustedes con mi bendición si quieren ver en él cualquier otra cosa). Verán, hace un par de meses un ser humano, llamémosle X, publicó una novela muy moderna -moderna de morirte- que empecé y abandoné enseguida porque me pareció pesada, aburrida y porque tenía un poco bastante de todo-lo-que-no-soporto. Pues bien, el mismo día que salía a la venta, el autor publicaba en su blog una entrada en la que hacía referencia a este asunto (su estreno) algo que es, se mire como se mire, perfectamente natural. Menos natural era que junto con este título recomendaba también “¡Despidan a esos desgraciados!” de Jack Green. En ese post, en el texto que acompañaba la portada de su novela, explicaba que quería aprovechar la ocasión para recomendar “oportunistamente” el libro de Jack Green que, decía, era un manual de instrucciones de negligencias, vicios y errores que todos los críticos debería evitar. Un post francamente divertido.

Ahora, atención: la clave de este circo está en el reconocido oportunismo de la recomendación. Como no hace falta ser muy listo para pillarlo me voy a ahorrar la explicación del desternillante doble juego que ha sido lanzar una indirecta haciendo que parezca un chiste. Del mismo modo que Green se escuda en la defensa de “Los Reconocimientos” para atacar a la crítica (a los malos críticos), nuestro sujeto X parece escudarse en Green para defender su novela. Se trata, ni más ni menos, que de recordarle a la crítica que es precisamente con los libros difíciles (como el suyo, jaja) con los que más cuidado hay que tener; que siempre es mejor aplicar el criterio de prudencia que meter la pata hasta el fondo. “¿Recuerdan lo que pasó con Green? -parece decir- Pues no comentan ustedes el mismo el error” (ergo “o me hacen ustedes sitio en el Olimpo, caballeros, o me lo hago yo”.) 

Insisto es que esto es un ejemplo. No tengo la menor intención de pelearme con nadie (si evito los enlaces es precisamente por esa razón) pero tampoco quiero dejar de llamar la atención sobre los efectos contraproducentes de este interesante “ensayo”. ¡Claro que hay que alertar sobre los peligros de la crítica! El mismo asco da leer “este libro es una mierda (porque no lo entiendo)” que “este libro es genial de puro postmoderno (y el tipo que lo ha escrito me cae muy simpático)”. En cualquiera de los dos casos no se está libre de no tener ni puta idea. Pero volvamos al escritor: me parece cojonudo, y esto lo digo completamente en serio, que uno defienda su novela con uñas y dientes. Vamos, es que sólo faltaba…. Pero, por favor, no caigamos en el error de tomar al lector por gilipollas: si una novela es buena debería serlo por sí misma (y ser capaz de demostrarlo antes o después) y no porque hace 50 años un puñado de imbéciles no hubiesen sido capaces de leerse y/o disfrutar las casi 1000 páginas de “Los reconocimientos”. 




P.D.: Ya sabemos todos que la crítica (con mayúsculas) que se ejerce desde la blogosfera tiende ser, por lo general, bastante pobre (por no decir misérrima). Es fácil (y acertado) acusarla de carecer de aparato teórico, de no utilizar “referencias objetivas” y de enfangarse demasiado en el terreno de la apreciación personal, pero la otra, la "profesional”, la de los suplementos y revistas “especializadas” tampoco vale la mitad de las veces ni para limpiarse el culo en ella porque ser complaciente, "amiguista" o lameculos es pecar exactamente de lo mismo (aunque esto no le importe tanto a según quienes). Si queremos reseñar únicamente obras maestras, perfecto (nos ahorraremos un montón esfuerzo y papel), soy el primero en poner la cabeza en la picota; pero si los unos y los otros y los de más allá vamos a seguir reseñando toda cuanta mierda se publique entonces habrá que aceptar las reglas del juego que entre todos hemos ido estableciendo con los años (y que básicamente consiste en pasar un buen rato hablando de lo que más nos gusta) y no recurrir a odiosas comparaciones en un vergonzante intento de equipararse a Gaddis, Pynchon, Joyce o maría santísima. Porque no me jodan, las más de las veces, no-hay-color

lunes, 12 de marzo de 2012

La literatura es un Arte efímero (Cita)

Asegurar que nuestra época es enteramente inculta y está privada de escritores de todo orden, parece ser una afirmación tan osada y falsa, que he pasado algún tiempo pensando que se podría demostrar lo contrario con pruebas irrefutables. Sin duda, es cierto que a pesar de la abundancia de autores y de su fecundidad, proporcional al número, desaparecen tan fugazmente de escena que nuestra memoria no los puede retener y engañan a nuestros ojos. La primera vez que pensé en esta dedicatoria, tenía preparada una larga lista de títulos para presentarlos a Vuestra Alteza como prueba indiscutible de lo que afirmo. Los títulos estaban recién pegados en avisos por todas las puertas y esquinas de las calles, pero cuando volví horas después a echarles otro vistazo los encontré todos rasgados y sustituidos por otros nuevos. Pregunté a lectores y libreros por los desaparecidos, pero en vano, pues su recuerdo se había perdido en la mente de los hombres y ya no había lugar donde buscarlo. Se rieron y burlaron de mí como si yo fuera un payaso o un menesteroso sin gusto ni refinamiento de ninguna clase, poco versado en las cosas de actualidad e ignorante de cuanto había pasado en los mejores círculos de la Corte y de la ciudad. Así pues, lo único que puedo declarar a Vuestra Alteza es que tenemos ingenio y cultura en abundancia, pero pisaría un camino muy resbaladizo para mis facultades si me metiera en pormenores. Un día de viento, acaso asegurara a Vuestra Alteza que hay una nube junto al horizonte con forma de oso, otra en el zenit como la cabeza de un asno y una tercera al Oeste con garras de dragón y si Vuestra Alteza se dignara, unos minutos después, comprobar la verdad, es seguro que todas habrían cambiado ya de figura y posición y que habrían aparecido otras nuevas y sólo podríamos estar de acuerdo en que había habido nubes, pero que yo me había equivocado en cuanto a su descripción zoológica y topográfica.

Jonathan Swift, "Cuento de una barrica"

miércoles, 7 de marzo de 2012

“Gótico Carpintero” de William Gaddis


- ¿Crees que por eso la gente escribe esas cosas? Novelas, digo.

- Por rabia… - relajó la pierna y la acercó a ella.

- No o quizá sólo por aburrimiento, o sea yo creo que por eso mi padre se inventaba todas esas cosas, porque estaba aburrido, leyéndole a una niña pequeña sentada sobre su regazo se aburría y por eso siempre estaban cerca de él… - su mano siguió adelante, se detuvo acariciando unos pelos en su perezoso avance-. Por lo que acabas de decir, sobre ser prisionero de las esperanzas de otro. Y sobre la decepción. O sea yo creo que la gente escribe porque esas cosas no salen como se supone que tienen que salir.
- O porque nosotros no salimos como suponíamos. No… -abrió las piernas para la yema de un dedo de ella que le rizaba los pelos-. No, todos quieren ser escritores. Crees que algo les ha sucedido es interesante porque les ha sucedido a ellos, oyen hablar del dinero que se gana escribiendo algo barato, cualquier cosa sentimental y vulgar sea un libro o una canción y están deseando convertirse en superventas.
- Ah. ¿Crees que es por eso? –su mano ahora había subido hasta la ingle de él, abierta, como para pesar lo que encontró allí-. Porque o sea yo no lo creo, o no creo que se conviertan en superventas –dijo, pesando la idea con la voz como si lo hiciera por primera vez-. O sea toda esa pobre gente que escribe libros malísimos y canciones horribles, y las canta. Creo que lo hacen lo mejor que pueden –su mano se cerró allí suavemente-. Por eso es tan triste.
- Sí –cambió de postura casi a hurtadillas, intentando librarse de los pantalones-. Tienes razón, ¿no?
- Y después cuando no les sale bien… -agarró con más fuerza ante la repentina hinchazón-. Cuando lo intentan y no les sale bien…
- Sí ese es el, cuando lo, eso es pero sí… -con el pulgar empujó la trabilla del cinturón hacia abajo con tanta prisa como había metido la pierna en la pernera-. Eso es, ¿no? Eso es lo peor sí, hacer mal algo que para empezar no valía la pena hacer, eso es… (1)

* * * * * * * * * * *

Mi problema con "Gótico Carpintero" -y más concretamente con Gaddis- es muy semejante al que tengo con Thomas Bernhard y pocos más: me cuesta horrores reflejar adecuadamente las buenas (buenísimas) impresiones que me producen las lecturas de cualquiera de sus obras. Esto ya quedó claro en la reseña que hace tiempo hice de “Agape se paga” (aquí), cuando me obligué a montarla a golpe de citas porque no me sentía capaz de hacerle justicia. Pues bien, puesto que ya he devuelto "Gótico...", no he tomado notas y tengo el día especialmente vago, voy a ser ejemplarmente breve y lo voy a dejar tan clarito a la primera que va a parecer mentira en mí: “Gótico carpintero” no sólo es una de las mejores novelas que he leído este año o el pasado o el anterior: "Gótico Carpintero" es una de las mejores novelas que he leído en mi puta vida. Grosso modo, esto. 

Lo único que había leído de Gaddis hasta el momento había sido el antes mencionado “Agape se paga”, un artefacto absolutamente genial que hasta hace unos días consideraba poco menos que insuperable. Quizá en mi “canon” particular lo siga siendo pero hoy estoy de noviazgo y sólo tengo ojos para mi Gótico. Puede que en unos meses, cuando se nos agote el amor, convenga hacer otra reflexión en torno a las pasiones desmedidas, el autocontrol y aquello de correrse antes de tiempo, pero ahora mismo todo esto da igual, porque ahora, insisto, mientras escribo estas palabras, todo son mariposas en el estómago y un henchirse de orgullo o felicidad o una mezcla de ambas o un no sé qué qué se yo

Sin saber qué razones dar para convencerles y sin tener citas que ofrecer no quiero dejar de comentarles alguna menudencia de la novela. Verán, Gótico Carpintero es absolutamente fascinante por muchas razones la primera de las cuales tiene que ver con el lenguaje y la asombrosa capacidad de transmitir sensaciones a través de él. Imagínense que alguien (Gaddis) les cubre los ojos con una gasa que les permita ver sombras difuminadas; les ata de pies y manos y les deja en el centro de una habitación que huele a miedo, a viejo, a humedad, a odio, a desesperación y a locura. Recuerden: no pueden moverse, no pueden hablar, apenas ven y nadie les ha explicado nada, no les han puesto sobre aviso de aquello a lo que se van a enfrentar. Escucharán sollozar a una mujer que vive en evasión permanentemente; los gritos de un hombre en continuo frenesí; les oirán hablar de traiciones, fraudes y engaños, también de hermanos ladrones, de políticos corruptos, de predicadores oportunistas y asesinos, de abogados hijos de puta. Tengan presente que despertarán (la novela nunca empieza: ya está ahí cuando llegamos) en el centro de un huracán y tendrán que montar el puzle ustedes solitos sin más ayuda que una atenta lectura. 

No voy a engañarles, pero tampoco quiero asustarles: no es tan complicado como estoy dando a entender aunque desde luego está lejos de ser una lectura fácil (siendo “fácil” un algo indefinible que tiene que ver con leer visitando a ratos el Facebook o con la televisión de fondo). Las piezas están ahí y las claves se las dará el propio libro a medida que vayan adentrándose en él como recompensa por el esfuerzo. Y prepárense: entrar en el libro es fácil, salir es casi imposible; se queda ahí, puede que a perpetuidad. 

Soy consciente de que con esto que he dicho no queda ni remotamente claro el argumento de la novela pero, honestamente, ¿importa? Es decir, ¿cambiaría algo el hecho de saberlo? ¿Les animaría saber que trata sobre el desmoronamiento; sobre las casas que se empiezan por el tejado? No, yo creo que no. Al menos a mí, personalmente -y al igual que me ocurre con Bernhard- me importa un rábano que Gaddis me cuente una historia de amor entre un hongo y una ameba porque hay ocasiones, y esta es una de ellas, en que la fuerza del lenguaje y los personajes y especialmente los diálogos (tendrían que ver qué pedazo de diálogos) valen más que la mejor historia que puedan imaginar. Quizá me está pasando. Puede ser. Pero... imaginen que no.  






(No quiero dejar de mencionar al traductor, Mariano Peyrou, que se ha tenido que dar una señora paliza y ante quien me quito el sombrero por el excelente resultado de su trabajo.) 



(1) La cita pertenece a “Gótico Carpintero”. La transcribí durante su lectura, hace un par de semanas, mientras preparaba otro post. Se me ocurrió que esta cita sería una buena forma de comenzarlo ya que el contenido sexual de la escena me permitía empezar con algún chiste soez -que es algo que suele gustar mucho- sin dejar de lado la calidad literaria que siempre acompaña a Gaddis. Por el bien de este otro post sacrifico esa genial (ya lo digo yo) “introducción” (valga la redundancia) y la dejo dónde siempre debió estar, esto es, aquí, en su propia entrada, aunque no venga, en realidad, a cuento de nada en particular. 

viernes, 2 de marzo de 2012

“La Fábrica del Lenguaje, S.A.”, de Pablo Raphael

La Fábrica del Lenguaje” parece el quiero y no puedo del Quienes Somos, A Dónde Vamos, De Dónde Venimos de la narrativa actual; pero no una narrativa actual cualquiera sino la de nuestros ya-no-tan-jóvenes escritores, aquellos que parecen más dispuestos a utilizar todas la armas que la tecnología pone a su (nuestra) disposición. Es por ello que todo el ensayo está plagado -pero plagado no se imaginan cuánto- de citas de esos mismos escritores a los que a estas alturas creo que ya deberíamos ir pensando en marcar igual que a las ovejas. Estoy hablando de (VL) Mora, Carrión, Zambra, Herbert, (AF) Mallo, y el habitual largo etcétera que incluye una cantidad ingente de completos desconocidos. Exacto: hay mucho, sí, de la Generación Quimera (aka Nocilleros Mutantes Sin Fronteras). Esta “limitación” autoimpuesta por Raphael no es en absoluto gratuita. El autor aunque mexicano es (o ha sido) colaborador de la mencionada revista y es de suponerle X relación, mejor o peor (probablemente esto último), con otros colaboracionistas. Esto es una suposición no especialmente malintencionada; si me pongo cabrón se me ocurren maldades que pudieran tener que ver con el amor y el sexo oral fuera del matrimonio. No es el caso, como verán a continuación, porque en realidad Pablo Raphael es un cordero reconvertido en lobo que se los quiere comer a toditos todos a dentelladas. 

Voy a serles sincero: no estoy seguro de cuál es exactamente el centro de este libro. Sé que tiene que ver con la literatura, con el pasado y con el futuro pero sobre todo con el presente y especialmente con México, lo cual me desubica párrafo sí párrafo también. En principio parece que el objetivo es explicar las razones por las que en España se escribe actualmente tan mala literatura mientras que al otro lado del charco es tan rematadamente buena (o viceversa). Si es eso, ha fracasado; si no, también. Dice la sinopsis en Anagrama que “éste es un ensayo sobre el lenguaje, la idea de generaciones y las estéticas de la literatura contemporánea; pero también es una denuncia que señala los mecanismos que han provocado el distanciamiento entre la creación y la acción, la ética y la estética, la literatura y el espacio público.” Pues será. 

Mi gran problema con este ensayo no está tanto en una temática que no me interesa la mitad de las veces sino en la sensación de no pisar nunca en firme de lo que puede tener parte de culpa la construcción a modo de extensos artículos que han sido preparados del siguiente modo: 

La forma dialogada de este ensayo se debe a una serie de entrevistas, tuits, posteos en Facebook, correos electrónicos con preguntas de ida y vuelta, libros de contraste, conversaciones distendidas y algunas lecturas de las primeras versiones que muchos de ustedes tuvieron la gentileza de soportar. 

Sin querer pecar de xenófobo debo confesar que lo más pesado del ensayo es la excesiva “mexicanización” del discurso. Lo menos, las patadas en la boca a nuestros notables fabricantes del lenguaje. Raphael no escribe un ensayo, en realidad declara una guerra, ¿a quién?: a los nocillos (o aproximaciones), a quienes acusa de ser en el fondo demasiado individualistas, de negarse a aceptar su condición generacional, de escribir basura que no incide en el cambio social, de darle más importancia al escritor que al texto... Para muestra un botón: 

En Nocilla Lab hay una breve escena donde al personaje le ocurre algo muy importante: alguien le anuncia que su gata ha muerto. Asunto impostergable, existencial y demoledor, muy lejos de los cuarenta mil muertos caídos por el narco mexicano, de la pobreza en ruinas del país que fue Haití, de la desolación palestina. Lo publicado por Nocilla es un reflejo de su preocupación más primordial: la identidad. Ya será la crisis económica la encargada de obligar a esta generación a poner los ojos en cosas más necesarias que los productos que se venden en Carrefour y los fenómenos que suceden en YouTube, la crítica a los centros vacacionales, el elogio de la ignorancia, los juegos electrónicos como material literario o los zombis del pulp; ya deshonrarán el nombre de una generación tipo yogur que en el apellido lleva una fecha de caducidad; ya abandonarán el elogio del exhibicionismo y la imitación de cosas como el spoken word (verlo en España es como estar ante la presencia de un cantaor de flamenco que intenta rapear) o las jam sessions de escritura que por la incapacidad cuadrada de improvisar acaban convirtiéndose en lentísimas tormentas de tormento. Ya llegará el momento de abandonar la silla que los escritores de esta estirpe ocupan en la habitación de un hotel con vistas a la televisión. Cuando eso suceda, quedará atrás la sociología mínima que confunde la condición humana con el estado del grupo y a Benidorm con el mundo. Si Nocilla abandona los ecualizadores y las pantallas con que mediatiza su relación con el espacio público y se reconoce como la versión ibérica de los punks de boutique, la literatura española habrá logrado pasar de la picaresca quijotesca al idealismo polifónico, esa segunda vena del Quijote que la literatura española decidió no transitar desde el principio de los tiempos. 

No se engañen; que disfrutemos zurrando a los mismos o que estemos puntualmente de acuerdo en ciertas obviedades no quiere decir que apruebe el conjunto de la obra, por llamarla de alguna manera. Porque Raphael, en un intento de abarcar demasiado no aprieta nada y la sensación que va dejando la lectura es que en el fondo del enrevesado discurso laten unas ideas bastante... bobas: “La diferencia entre literatura y videojuegos está en la cantidad de esfuerzo que puede requerir la primera contra la satisfacción inmediata que proporcionan los segundos. Compárese lo que se necesita para leer las 1.500 páginas de El señor de los anillos, mientras que el videojuego permite ser Aragorn y atravesar orcos con su espada de inmediato.” Que no le falta razón, pero, ¿a dónde quiere llegar con este encadenamiento de chorradas? Cuando parece que quiere criticar la excesiva “digitalización” de los escritores españoles nos sorprende con una sucesión ininterrumpida de twittitonterías que lo sitúan al mismo o peor nivel: 

“1. Se puede abrir cuenta en Twitter y escribir sin seguir a nadie ni tener seguidores. Antes que red social esto es un espacio de escritura. 2. Se puede estar en Twitter sin escribir, leyendo a otros, o escribiendo, sin leer a otros. En cualquier caso debe haber escritura, 3. Toda escritura supone un lector: el autor u otro. Pero no es lo mismo dar a leer a otro que publicar. El público debe ser desconocido. 4. Publicar es poner un texto a disposición de otros, más allá del espacio privado. Las ediciones limitadas no son del todo publicaciones. 5. Salvo que mantenga uno su cuenta privada, y acepte y siga sólo a amigos y conocidos, quien escribe en Twitter publica. 6. Publicar es dar a leer. No es esperar diálogo, ni interacción. Quien publica aquí, como en cualquier otro lado, no tiene por qué leerte.” 

Y así hasta 59. Sí, 59. “59. Ya hablar de «los tuiteros» crea la ilusión de homogeneidad: lo que hay es un cruce de múltiples comunidades en metamorfosis incesante.” Vale, ¿y? 


Por otro lado -abriendo un punto y aparte para la anécdota del día- es la primera persona que conozco que elogia la obra de Andrés Neuman del modo que él lo hace. Que conste que no tengo nada contra Neuman, no busco criticarlo; no he leído nada suyo ni cruzado en la vida una palabra con él, pero me extraña lo salvaje del cumplido que pueden juzgar ustedes mismos: “[…] frente a los detractores editoriales del género que funda toda la literatura, habrá que decir que en el cuento hay un maestro indiscutible. Con libros como Alumbramiento, la brevedad alcanza niveles de concentración capaces de inventar algo parecido a lo que sucedió al universo unos segundos antes del big bang.” Ahí es nada y que se joda el dinosaurio de Monterroso. El caso es que esto me extraña tanto, tanto, tanto, que dedico cinco minutos a investigar en google cuál puede ser el origen del aparente despropósito, si acaso lo hay. Encuentro una página que me da la respuesta. Tiene cosillas escritas por Pablo Raphael que pueden darnos la clave de su apasionamiento. Lean: “Un fantasma recorre la isla. A la orilla de la playa llega una botella; parece vacía. Adentro, un barco fantasma se estrella invisible.” No se vayan todavía, aún hay más. “Al entrar en el velatorio, ahí estaban los ataúdes del chelo, las flautas, los violines, el arpa. Desnudos, los músicos se aprestaban a tocarse.” Maravilloso. Como amante del microrrelato no es de extrañar que Andres Neuman le parezca el genio que le parece (para los que no lo sepan Neuman tiene un blog especializado en microrrelatos.) 

En definitiva, “La fábrica del lenguaje” es algo así como un inmenso especial mexicano de Quimera que trata los temas de siempre: la obsesión del quiénes somos, qué hacemos y qué buenos estamos. Con todos ustedes, el futuro.