19 de abril de 1856
Un Tolstoi de 28 años escribe en su diario (“Diarios (1847-1894)”) que ha terminado su novela en curso (“Padre e Hijo”) a la que, siguiendo el consejo de su amigo y poeta Nekrasov (que por entonces era también codirector de la prestigiosa revista literaria rusa “El Contemporáneo” -primer lugar en qué se publicó esta novela corta-) cambia el título por el de “Los Dos Húsares”, nombre con el que se conocerá partir de ese momento.
1968
Este es el año en que se publica por primera vez en nuestro país. Lo hace de la mano de la Editorial Juventud (S.A.) bajo el título “Polikuska y Dos Húsares” (siendo “Polikushka” otro de esos relatos largos o novelas breves de los que nada se sabe pero que gustan de ser incluidos en recopilatorios de diversa índole).
1993
Compro en Círculo de Lectores el ensayo póstumo de Italo Calvino “Por qué leer los clásicos”. Se trata de una recopilación de críticas literarias de grandes y medianos clásicos, más o menos (des)conocidos; críticas que parecen llevar implícita la esperanza de invitar a su lectura a la vez que defender obras en desuso. En cierto modo esa compra es mi primer intento serio de acercarme a ellos: a los “clásicos”, quiero decir. Recuerdo, por aquel entonces haber afrontado sin mucho éxito lecturas como la “Metamorfosis” de Ovidio, las “Noches Blancas” de Dostoievski y muy probablemente también “Niétochka Nezvánova”, del mismo autor, si es que, tal como recuerdo, estaban compendiados en un tomo de coleccionable: aquellos publicitados como grandes obras de la literatura: encuadernados simulando piel y de tamaños diferentes, quizá con la intención de darle al comprador, por el mismo precio, la categoría de coleccionista de arte y (fraudulento) lector de culto. Creo recordar que hubo también un asomo –y subsiguiente susto- a “La Eneida” de Virgilio en una (extraviada) edición mucho más vulgar: blanca, de bolsillo: de auténtico lector de bajo presupuesto. Esperaba encontrar en el libro de Calvino una invitación que me hiciese atractiva la recuperación de estas obras. Vano intento pues erré de plano al afrontar su lectura de un modo lineal. Quiero decir con esto que debí ahorrarme paseos por latitudes literarias demasiado lejanas porque al fin y al cabo, ¿qué podía esperar mi yo de entonces del relato (“Anábasis”) de Jenofonte sobre una expedición de diez mil mercenarios griegos a Persia o las maravillas que se ocultan en “Las Mil y una noches”? ¿Qué me hizo pensar que aquella metamorfosis ovídica era un paso a la hora de afrontar obras más modernas y menos mitológicas? (esto me hace sospechar que fue el libro de Calvino lo que me influenció a la hora de llegar a Ovidio y no, como creí al iniciar este relato, mi incapacidad de enfrentar al segundo por lo que busqué al primero) o ¿de dónde saqué la ridícula idea de que la mejor forma de huir de “El Quijote” era refugiándome en “Tirant lo Blanc”?). Ahora sé que hubiera sido mejor acercarme sin tanto recelo al ecuador del libro porque a pesar de ser una zona también desconocida resultaba, por su realismo, mucho más accesible; estaba toda ella (la zona) empapelada de referencias a textos inéditos de Dickens (“Our mutual friend”), relatos de Flaubert (“Tres cuentos”) y otras obras que quizá por ignorancia consideraba entonces menores: “El hombre que corrompió a Hadleyburg” de Mark Twain, “Daisy Miller” de Henry James, “El pabellón de las dunas” de Robert Louis Stevenson y el motivo de este artículo: “Los dos Húsares” de Tolstoi.
2007
El diario El País reedita “Los dos húsares”: es un libro más entre los 30 que integran un coleccionable diario dedicado al relato breve de grandes autores. Recuerdo vagamente aquel coleccionable. Quizá pensé que era una forma un tanto extraña de aumentar las ventas; seguramente no: lo más probable es hubiese descartado su compra, no por no ser comprador habitual de periódico alguno (ya que no sería la primera vez que hiciese el esfuerzo por según qué colección) sino porque por aquel entonces me interesaba más la compra de clásicos modernos del cine en dvd.
Octubre de 2010
Descubro por casualidad, al caer la faja promocional de un libro que consulto un poco por azar en unos grandes almacenes, que estamos en el “Año Tolstoi”. No necesito investigar demasiado para darme cuenta de que es un homenaje que está pasando sin pena ni gloria, sin publicidad, sin esperanza de vender reediciones de libros que al fin y al cabo ocupan ya las estanterías de la gran mayoría de las casas, gastados en su mayoría de tanto no leerse: húmedos, carcomidos, suplicando un prólogo decente. Nadie ha tenido la genial idea de aprovechar el momento para reeditar sus obras completas en económicos fascículos quincenales, con formatos variables y falsas encuadernaciones en piel. ¡Qué poca iniciativa editorial! ¡Qué falta de visión comercial! ¡Qué lástima la sensación de ver pasar el año y no tener ni un triste calendario con foto que usar de marca páginas! Hacer coincidir este año con este homenaje no es casual; no ha sido el azar el que ha dictaminado tal cosa, ni hay intereses ocultos en esto. El 20 de noviembre de hace 100 años, con 82, moría Tolstoi de neumonía en la estación de ferrocarril de Astápovo, acompañado de su hija Alexandra y de su inseparable médico Makovitski con quienes había huido de Yasnaya Polyana, su hogar, y de su mujer, Sofia, para envejecer en soledad. Apuesto a que la estación estaba nevada y solitaria, como nos gusta a los nostálgicos que sean las estaciones rusas de hace 100 años; nevadas como aquellos parajes en los que vivían pobres y enamorados Yuri Zhivago y la dulce Lara. Muere Tolstoi dejando un legado de 180.000 páginas manuscritas entre las que se encuentran algunas de las obras cumbres de la literatura mundial.
EPÍLOGO
Noviembre de 2010
Resulta desalentador descubrir que aquella pequeña obra motivo de esta entrada, considerada por cierto sector de la crítica como la tercera mejor novela del autor, malvive en el anonimato. Todos mis intentos de encontrarla han sido inútiles. Inútil encontrarla y por extensión imposible leerla. Hubiese sido un bonito gesto que este año, aniversario de su muerte, alguna modesta editorial la hubiese rescatado del olvido. Me hubiese conformado con una edición sencilla, de bolsillo, ya fuese sola o recopilada conjuntamente con otras obras mayores, menores o insignificantes, cuentos o relatos, o restos de diarios como aquel que su mujer le encontró oculto en una bota. Pero no ha podido ser. Me quedan dos consuelos: por un lado la mastodóntica reedición que sacó el mes pasado la editorial El Aleph, que vuelve a traducir "Guerra y Paz" para presentarla con un excepcional formato y hacerle, esta vez sí, un justo homenaje a su figura, inmensa también; y por otro esa novela llamada "Sobre mi padre" traducida por la editorial Nortesur, que sirve para recoger los diarios escritos por los protagonistas de los últimos días de Tolstoi, en especial los de su hija y confidente Tatiana Tolstoi.